Durante sus ocho años, ni las voces de sus padres, ni la televisión puesta bajito, sino el sonido del traqueteo de la butaca al mecerse el abuelo: ésa ha sido la música con la que, al otro lado de la pared, le ha hecho entrar en calma en el mundo de sus sueños.
Hoy, las voces están, más apagadas, y el televisor suena encendido sin que nadie lo atienda. La mecedora, castigada en el rincón sin su cadencia tranquilizadora. Al otro lado de la pared, la primera gota de sal amarga rueda por su mejilla para comenzar la riada que inundará su almohada.
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