Hace unos días
mi madre me recordó que este año se jubilan dos de mis profesoras del colegio
que ella sabe que han sido muy importantes para mí. Lo hizo porque, como suele
ser costumbre, se les hará un homenaje, y, como me conoce, supuso que querría
contribuir al mismo con unas palabras sentidas y hermosas. Algo que, sin duda,
estaría haciendo de corazón en este mismo momento si no fuera porque cuando me
he querido enfrentar a la página en blanco y al corazón repleto de recuerdos,
me he dado cuenta de que ese mismo corazón ahora tiene un latido acelerado
causado por la indignación que me provoca lo que está pasando otra de las
grandes profesoras de este mismo centro, la cual, si bien nunca me impartió
clases en el colegio, a mí me ha enseñado a amar esta profesión viviendo cada
día cómo ella la ha amado y, lo que es más, me ha servido de ejemplo para ser
lo que en esta vida, al final, es lo único que importa: una buena persona.
Así que, a mis
queridas Conchi y Elvira, os pido disculpas por no tener ahora la inspiración
puesta al servicio de vuestro merecido reconocimiento, pero necesito desahogar
mi dolor antes, porque cuando es tu madre a la que están difamando y humillando
es inevitable que todos tus sentidos se revuelvan contra ello. No tengo otra
manera de hacerlo más que escribiendo lo que siento y lo que sé. Esto lo heredé
de mi padre. Ojalá mis palabras tuvieran el mismo efecto que las suyas tuvieron
en muchas ocasiones, incluso, como muchas de vosotras recordaréis, para
salvar a nuestro querido colegio de su clausura.
Aunque, claro,
era una época diferente, era una época en la que la gente tenía aún valores,
sabía discernir entre el bien y el mal y valoraba la educación de los hijos por
encima del dinero, de los intereses políticos y de estúpidos informes pisa. Era
una época en la que los padres eran conscientes de la importancia que esta
educación tenía para el futuro de sus hijos, y por esta razón se mostraban
deseosos de COLABORAR, mano a mano, con aquellos en los que depositaban su
confianza para esta labor: los profesores.
Entre los que, en aquel entonces, lucharon porque
esto fuera posible en el hogar que siempre ha sido la Goleta para sus
estudiantes y para sus profesoras, está, cómo no, mi madre. Se organizaron para
evitar que el colegio cerrara en base a un malentendido criterio de
rentabilidad y lo consiguieron. Lo hicieron, entre otras cosas, promoviendo asociaciones de padres y consejos
escolares, así como la instauración de las tutorías con los padres; figuras
mediante las cuales tanto padres como alumnos podrían intervenir, desde
entonces, en la vida activa de la gestión del centro. Órganos con los que todos
tenían voz para enriquecer la educación integral de los estudiantes.
Yo he vivido
en primera persona los desvelos de una mujer que ha dedicado toda su vida
laboral a este colegio, he visto cómo se hacía una programación escolar
incluyendo la acción tutorial cuando aquello aún ni se sabía qué era
exactamente o para qué servía. He vivido
cursillos de verano en los que mi madre buscaba inspiración para innovar, para
mejorar… Incluso ahora, a punto de jubilarse, la veo adaptarse a las nuevas
tecnologías, a preocuparse por la desmotivación generalizada del alumnado y a
los problemas de convivencia que, cada vez con más frecuencia, observamos tanto
dentro como fuera de las aulas.
Problemas de
convivencia… Estoy segura, como profesora de secundaria que también soy, que
todos vosotros habéis tenido ocasión de experimentar esto en vuestras aulas.
Además de la desgana, nos encontramos ante una generación que ha perdido en una
preocupante gran medida el respeto por los mayores; en muchos casos, no
respetan a sus propios padres, ¿cómo vamos a pretender que entonces nos
respeten a nosotros? Se convierten en disruptores, que no solo no están
interesados en su formación sino que dificultan la de los otros. Saben muy bien
cuáles son sus “derechos”, pero nadie les enseñó que los derechos se ganan
cuando se cumplen las “obligaciones”. Esa parte de la ecuación nadie se molestó
en enseñarla en casa, a ellos los “derechos” se los regalaron, y cuando se
pretende hacer algo al respecto en clase, el profesor se encuentra con que antes
de que se pueda iniciar una actuación al respecto, ese alumno, acogido por la
ley e impune a las calumnias, puede permitirse la osadía de denunciar y
malograr, si la cosa se tercia, toda una vida de dedicación y entrega a la
enseñanza. Incluso cuando ese alumno,
luego de caer en la cuenta de que sus mentiras han ido demasiado lejos,
reconoce que sus acusaciones han sido exageradas y sacadas de contexto (porque
los niños pueden estar mal educados, pero, gracias a Dios, la mayoría, todavía
conservan un corazón inocente), los padres deciden quedarse con la primera
versión y tramitar una denuncia injusta.
Yo me pregunto
si esa madre ha pensado en lo que está enseñando a su hija con su ejemplo. Por
desgracia, y de la misma manera me indigna, existen malos profesionales, en
fin, a mi juicio, en realidad, no son malos profesionales, sino malas personas,
y todos somos conscientes de sucesos que salen a relucir en los noticieros. Soy
la primera que quisiera que se castigara a todos estos personajes. Entiendo que
tanto padres como profesores debemos estar más alertas que nunca ante estas
situaciones y luchar contra ellas, claro que sí. Pero lo que no se puede es
pensar que todo es un maltrato, que todo es inadmisible, que a los niños no se
les puede ni mirar con dureza. Lo siento, pero creo firmemente que igual que
tenemos mano derecha e izquierda a amos lado de nuestro cuerpo, la educación
debe tener una mano amorosa y una mano que sepa inculcar disciplina. Si esa
madre nunca ha impuesto disciplina en su hogar, solo le deseo suerte; suerte
para que esa falta de respeto que su hija ha tenido reiteradamente con su
profesora, no se le vuelva también contra ella misma cuando algún día, que
llegará, su rebeldía sea incontrolable. Le deseo suerte cuando no haya ningún
otro profesor que se atreva a ayudarla intentando darle a su hija lo que no ha
recibido en su casa. Porque si ahora está en contra de la que sí se atrevió,
causándole una más que desagradable situación, ¿quién se va a molestar en otra
ocasión? Yo, que cojo a esos niños cuando llegan a la secundaria, sé muy bien
hasta dónde pueden llegar lo que empiezan siendo “cosas de niños”.
Sin embargo,
lo peor de esta historia, lo que más duele a mi madre, y a mí, no es pasar por
la injustificada denuncia de un padre en desacuerdo. Lo que hace este periplo
más humillante es no encontrar apoyo en los que sí que conocen tu trayectoria
profesional, y no solo eso, sino que saben bien qué clase de persona eres. Te das cuenta de que tu colegio, tu segunda
casa, a veces hasta la primera, ha cambiado. A la que defendiste con uñas y
dientes y donde encontraste cobijo en otras ocasiones, ahora se ha vuelto un
lugar enrarecido, donde te estás sintiendo extranjera y, al parecer, ni
siquiera compartes el mismo idioma. Eso de que uno es inocente hasta que se
demuestra lo contrario, parece que no va cuando se trata de enfrentarse a la
acusación de un padre. No, el padre no tiene que demostrar la culpabilidad del
profesor; es el profesor el que tiene que demostrar su inocencia… ¡El mundo al
revés! Un profesor no tiene derecho a acudir a la Delegación para dar parte de
un conflicto del que ha sido partícipe en el aula. ¡De eso nada! ¡Nosotros
tenemos que aguantarnos! Tenemos que esperar impotentes a que el padre de turno
formalice una acusación basada en las mentiras de una niña impertinente para
que se abra un proceso y entonces tenga el docente que defenderse. Como parte
de ese proceso de investigación, se crea un comité formado por compañeros
tuyos… Y, ahí es donde se echa sal en la herida, estos compañeros, en vez de
tratarte como lo que eres, siempre has sido y ellos conocen, te cuestionan sin
consideración, ni tacto y, ni mucho menos, comprensión. ¿Tanto miedo os dan los
padres y los alumnos que sois capaces de abandonar a una de los vuestros? Y no
a una cualquiera, a una de las mejores. A uno de los pilares de ese colegio que
os da de comer. Ya sé que estoy hablando de mi madre, pero sé que hablo con total
objetividad de esto. De la misma manera que soy objetiva al deciros que también
yo, como una de las mejores alumnas que ha tenido y tendrá el centro al que he
amado y al que he dedicado muchas ilusiones durante mi años escolares, yo que
me esfuerzo por mantener ese recuerdo y por eso dije sí a sustituir en un par
de ocasiones aún no siendo para mí el mejor momento para hacerlo, me he sentido
excluida y abandonada cuando por tres veces llevé mi curriculum en un momento
en el que, por desgracia, me tocaron también los devastadores recortes en
educación que ha realizado este gobierno. A pesar de esto, a pesar de no ser
valorada por mi colegio como lo he sido, y lo soy, en cada centro en el que he
trabajado hasta ahora, me sigo aferrando a los recuerdos de mi niñez, me sigo
acordando de mis profesoras, de las AMIGAS de mi madre y, cómo no, de Sor Mercedes, de su tremenda generosidad y de
cómo ella sí que entendía esas dos manos de la educación. Aunque he de
reconocer que cada vez me cuesta más mantener impolutas mis nostálgicas memorias.
Hoy siento indignación por el trato que se le está dando a mi madre y, sobre
todo, siento vergüenza, porque este colegio siempre ha sido un estandarte de la
caridad cristiana y no veo ni un atisbo de eso con ella conociendo, además, el
resto de las circunstancias que vive mi familia y siendo ella la que carga sola
con todo el peso de las mismas. ¿Quiénes sois que no os conozco?