En febrero escribía: "Quisiera volver a ser ingenua". No creo que pueda serlo sobre aquello que ya he descubierto, sin embargo, marzo se ha convertido en el mes en el que me he esforzado por viajar hacia dentro en busca de mis sentimientos inocentes. Porque pensar mal cansa, porque estar en estado de alerta continuamente agota y porque, si me dejo llevar por la negrura de ciertas realidades, no sabré encontrar nunca más la ilusión que hace falta para abordar un nuevo día. Me he parado frente al reflejo de mis ojos inflamados por las lágrimas y he buceado en esa sal para llegar a algún lugar donde encontrarme denuevo con mi principio.
El día que regresé a Paterna del Campo tras el puente de febrero, me encontré que no podía entrar en la casa que tengo alquilada aquí. Llámé a mi casera y me explicó que había tenido que cambiar la cerradura porque "alguien" había dado una patada a la puerta rompiendo la cerradura. Mi reacción fue de rabia. Rabia por saber con certeza quién era el culpable de esta nueva fechoría, pero nuevamente sin pruebas para poder denunciarlo. Los siguientes días los viví sumida en un estado de ansiedad tal que acudí al médico porque no conseguía calmarme y cualquier ruido me sobresaltaba. Empecé un tratamiento que abandoné a los cuatro días porque solo me sirvió para cambiar ansiedad por depresión. Así que ese día tuve la necesidad de buscar otra solución y recordé esta canción. Una melodía para cerrar los ojos y dejarse llevar. Después de varias semanas haciendo este ejercicio de introspección, he despertado a mi realidad armada con la fuerza de la inocencia. He rescatado los momentos de espontaneidad que nacen de las miradas ingenuas, porque siempre ha sido la cuna de todas mis buenas ideas. He recordado que, no hace mucho, creía en mi vocación y no dudaba que era esto para lo que había nacido. He recordado lo feliz que he sido porque contagiaba mi ilusión y podía enseñar y sentir que mis alumnos disfrutaban de las clases. Me he abrazado a ellos de nuevo para no dejar que los sinsabores de este curso me abatan.
Así he mirado de nuevo lo que tengo hoy, en este mismo instante. Y esto es lo que veo tras este nuevo prisma: Me alegro de estar aquí, con las circunstancias exactas en las que me encuentro, porque estoy aprendiendo. Estoy aprendiendo a lidiar con problemas con los que hasta ahora no me había encontrado y debo sentirme bien porque cada día soy más capaz de salir airosa en la batalla. Me alegro porque hoy, en vez de sentir rabia al tener frente a mí a ese alumno que pretende hacerme la vida imposible, he sentido pena por él. Me alegro porque he sido capaz, a pesar de todo, de seguir pensando que es un niño. Un niño que desgraciadamente no recibe la atención adecuada, cuyo comportamiento es solo continuos gritos para que le hagan caso. No me alegro por él, pero sí por mí, porque tengo el poder de la compasión. He mirado lo que tengo aquí y ahora y veo mi fortuna en los compañeros con los que comparto los días. Porque, si bien la gran mayoría del alumnado en este centro no tiene la actitud de trabajo y esfuerzo con la que es grato para un profesor acudir a clase, aquí todos los profesores ponen la ilusión que a ellos les falta. Así que, aferrada al recuerdo de los alumnos que fueron mi inspiración y esperanzada por los que el futuro traerá, rodeada de gente que me enseña diariamente que no hay que abandonar, he recuperado las ganas de seguir en este camino con el empuje que de la certeza de estar en la senda correcta.
Hoy he barrido la casa y he perfumado las habitaciones. Hoy he llenado de oxígeno a fondo los pulmones. Hoy le he dado la espalda a lo que no importa y he viajado de vuelta a la inocencia para tener claro de nuevo lo único que me debe importar: Hacerlo bien.