Escribo. Escribo aunque no tengo
ganas de volver a manchar la página en blanco con mis miserias. Pero escribo.
Aunque el cansancio de lo ya vivido demasiadas veces pese sobre la tinta que
derramo. Escribo, queriendo que nadie me lea para no aburrir. Pero escribo
porque no encuentro mejor consuelo, porque no quiero que mis lágrimas se
pierdan en la lluvia, porque no quiero que el olvido atrape para siempre mis
recuerdos, aunque desee cada día que el olvido llegue para darme paz. Porque
cuando todo se ha roto ya hasta el punto de las astillas, cualquier movimiento
provoca que se claven como alfileres y se quedan bajo la piel hiriendo aún un
poco más. Así que el olvido se me antoja un buen viento que limpiase, que se
las llevara volando y podría volver a moverme sin temor a pincharme otra vez.
Pero escribo, porque ese huracán no viene, y aunque viniera, de algún modo no
quiero, no debo olvidar. Porque quien olvida está condenado a repetir sus
errores. Y yo me hastié de recaer en los míos. Tal vez nunca creí de verdad que
lo fueran. Tal vez, siempre, en el fondo, pensé que no había sido un error y
que la perseverancia sería recompensada en un acto de justicia divina o algo
así. Pero no. Ya no se puede mirar más al fondo y me doy cuenta de que todo ha
estado podrido siempre. No hay nada que salvar. Si acaso, debo salvarme yo, a
pesar de que me dé miedo pensar que quizás tampoco ya pueda, que tal vez, a lo
peor, es demasiado tarde y esas astillas no puedan extirparse, porque se
metieron demasiado dentro.
Quisiera ser más generosa y
desear con el corazón la felicidad de quien provoca mi más profundo
sufrimiento. Sin embargo, a lo único que puedo aspirar es a que el mismo olvido
que anhelo para sobrevivir, sirva para llevarse los malos sentimientos que me
inspira su recuerdo. Quisiera que no me atormentaran los pensamientos negros
que le dedico, quisiera poder dejarlo estar sin más porque sé que esta negrura
revierte sobre mí. Pero no soy tan fuerte, ni tan buena. Siempre traté de ser
justa, y no encuentro justicia alguna en su bienestar a costa de mi tristeza.
Lo más que puedo hacer es arrepentirme al momento de desearle algún mal; pero
el deseo vuelve una y otra vez, al mismo tiempo que mi llanto. Ése que no
remite, con el que despierto de madrugada, que me corta el aliento.
Escribo. Escribo y confieso que
me siento avergonzada. Porque tengo toda la culpa de estar escribiendo una vez
más esta historia. Porque desde el principio sabía que acabaría así, por más
que lo haya querido interpretar de otra forma. Volver a leer un libro no hace
que el final vaya a ser distinto. Pretenderlo es absurdo. Y así me siento:
absurda. Casi sin derecho a quejarme porque volví a tomar el camino equivocado
y lo justifiqué y me inventé razones que nunca debieron ser.
Pero escribo. Porque después de confesar
y castigarme, necesito perdonarme. Tal vez si lo hago, consiga también
perdonarlo a él, aunque a él eso le importe poco. Escribo aunque divague,
aunque haya ratos en los que no entienda para qué, ni entienda si quiera lo que
escribo. Escribo porque me siento perdida y, tal vez, piense que entre líneas
pueda encontrarme. O, tal vez, deseo crear un laberinto de letras donde
esconderme por un tiempo, como siempre, mi refugio, mi trinchera de palabras
donde poder calmar mis acongojados latidos.