Contra mi mejilla, mi pequeño encuentra su cobijo y yo alivio las heridas del alma. Suspira de satisfacción, sabiendo que el frío, el hambre y el temor solo son ya sombras del pasado y me recuerda que también yo puedo liberar mi ánimo en su respiración protectora. Enlazados en este sagrado abrazo, compartimos una paz tan frágil como inquebrantable. El mundo exterior, con todas sus molestas interferencias, se diluye en azules y malvas de Luna. Ni el ayer, ni el mañana: nada más importa que dejarme soñar en la ternura de su ronroneo.
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