Si la amistad te ha traido por aquí, eres bienvenido para compartir mis momentos de tranquilidad, aquellos que podré dedicar a este diario, sin guión, ni intención.
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martes, 25 de junio de 2024

EL LIBRO, UN REENCUENTRO Y "EL CATETO DE CÁRTAMA"

 Hace casi un año que terminé de transcribir el libro de mi padre y que empecé la aventura de su publicación, cumpliendo así con la promesa que más satisfacción me ha dado cumplir en mi vida.

Ya dejé constancia en este mismo espacio de cómo fue, sobre todo lo emocionante que fue la presentación  de la obra, que más que una presentación fue un homenaje a él y también a mi madre. 

Le confesé a mi amiga al día siguiente que me sentía muy rara. Todo el proceso fue como una oportunidad de sentir a mi padre muy vivo otra vez, sobre todo aquella tarde en la que un buen grupo de personas que lo conocieron se reunieron para compartir con mi familia el evento y que luego compartieron también agradables recuerdos con los que nos reímos. Pero, al día siguiente, cuando todo eso pasó, me desperté entre lágrimas porque ya había acabado todo y fue, en cierto modo, como perderlo de nuevo.

Sin embargo, además de lo gratificante que fue también un par de meses más tarde realizar la donación de los beneficios de la venta, sucedió algo que ha sido el verdadero beneficio la publicación de "¿Dónde estás, papá?".

Una prima mía, Mª Ángeles, por pura casualidad vio en sus redes sociales la noticia de la publicación del libro y ése fue el detonante para un reencuentro tan inesperado como maravilloso. 

Hacía muchos años que no sabía nada de ella y de su hermano Carlos, cosas de familia, ya sabéis, cosas que tal vez en algún momento tuvieron importancia pero que, pasado el tiempo, se convierten en una tontería pero que dejan ya el vacío de la separación afectando incluso a la generación que sigue casi sin saber qué fue exactamente eso tan insalvable. Ella le comentó a su hermano lo que había descubierto y él decidió enviarme un mensaje por Facebook que me atravesó el alma de emoción. 

La presentación ya había tenido lugar y lamenté no poder dar marcha atrás en el tiempo para invitarles y que estuviesen a mi lado aquel día, pero decidimos reencontrarnos porque deseaban que les firmara el libro que ya habían adquirido para regalárselo por Reyes a mi tío Carlos. 

Esto ocurrió el uno de diciembre a las cinco de la tarde, el mismo día en que, horas antes, mi madre y yo habíamos sido invitadas al  CIMES para visitar sus instalaciones y conociéramos de primera mano a qué se iba a destinar el dinero donado. No cabe duda que fue un día completito de maravillosas emociones. 


Estuvimos tomando té en mi casa y charlando hasta las nueve de la noche y os aseguro que el tiempo voló. Hacía mucho, pero que mucho tiempo que no sentía tanta alegría con una visita. Y todavía hacía más tiempo que no sentía una conexión tan especial desde el primer momento. Lo mejor es que ése fue el primer encuentro. Pronto quedamos para comer con el resto de su familia y abracé a mi tío, tan emocionado como yo. Luego, un concierto en Cártama y hace nada hicimos el bis en el Arroyo de la Miel, donde se une al evento mi hermana. 

Ahora ya estamos reunidos todos los primos en un mismo grupo de Whatsapp, nueve en total, con la firme intención de vernos en persona el quince de agosto. ¡Va a ser una fiesta! o al menos así lo deseamos y espero contarlo aquí llegado el momento.

Pero mi primo, Carlos, a quien mi padre, con su peculiar costumbre de aplicar un cariñoso apelativo, tuvo a bien apodarle "El Cateto de Cártama",  (a mí me decía "vacaburra", que conste), no está dispuesto a que ésa sea la única cosa que me vaya a emocionar este recién comenzado verano, así que el domingo me dijo que acababa de terminar de leer el libro y que quería dar su opinión en mi blog. 

Podía haberle dicho que comentara alguna de las entradas que he dedicado al libro, pero sabía que sería insuficiente, así que le he cedido este post para que diga lo que desea. Anoche me pasó lo que ha escrito y, ¡joder, Carlitos, otra vez acabé llorando! En fin, no voy a decir nada más. El resto de esta entrada es tuya. Solo decirte una vez más que compartimos un mismo deseo y que te doy las gracias por no reprimir las ganas de escribirme aquel primer mensaje. 


CARTA A MI TÍO, ÁNGEL LÓPEZ

“Prima, estoy aquí en la playa, con las gafas de sol puestas para esconder los ojos encharcados y un nudo en la garganta, acabo de terminar el libro de tu padre”. Esto fue lo primero que le dije a tu hija Esther cuando terminé tu libro, tito Ángel.


Quiero que sepas que tu libro me ha dejado una profunda huella, no sólo por su contenido, sino por todo lo que ha derivado del mismo y las bonitas consecuencias que ha tenido ( y está teniendo ) en mi vida.

Se suele decir que existen tantos libros como lectores haya, por lo que cada cual, conforme a sus valores, experiencias vitales y momento de su vida en el que lea un libro, puede sacar unas conclusiones e interpretaciones diferentes. Te dejo aquí la mías.

Conforme a mis valores, ideales y visión de la sociedad actual, tu libro "¿Dónde estás papá?" para mí es grito atemporal de protesta que toda persona que crea haber sido bendecida por la diosa fortuna debería leer. Has hecho una obra de intenso valor reivindicativo que dibuja de forma nítida, la hipocresía, la estigmatización y la crueldad de una sociedad que se asienta sobre un sistema podrido cuyo motor no es otro que el dinero, las apariencias y el consumismo, es decir, los pilares básicos del sistema capitalista.

Has sabido describir cómo la propia sociedad es la que se encarga, con sus mejores galas, de seducirnos, hacernos creer que somos unas personas de éxito, con poder, y dignas del fin humano por antonomasia: la felicidad propia y de los nuestros, para luego, cuando considera que no les servimos y que ya nos ha exprimido bastante, desecharnos, maltratarnos y abandonarnos a nuestra suerte, tal y como hacen algunos anti- humanos cuando se cansan de sus animales.

Tito, has reflejado como nadie que las desgracias de los abandonados por el sistema no quedan ahí, el sistema establecido a través de su brazo armado, la sociedad, se encarga de que, pese a la desesperación y necesidad, tengamos los obstáculos suficientes para no poder volver a subirnos al barco con destino al éxito, al poder y a lo que creemos que nos hace libres: el dinero, que es lo que más nos hacen anhelar en este mundo, como si se tratase de una dosis de heroína para un drogadicto. Creemos que el dinero nos hace libres cuando realmente nos aprisiona en un bucle sin salida.

Pero aún viene lo peor, coincido plenamente contigo en que la sociedad, el sistema y los cánones de falsa felicidad están establecidos estratégicamente para que no podamos desengancharnos de la vida que ha sido programada de forma premeditada para que nunca podamos saciar la ambición por poseer más y más bienes materiales, haciéndonos creer que es precisamente ahí donde reside la felicidad, olvidando por completo los pequeños detalles de la vida y, por supuesto, a quienes el sistema ha desechado, de los cuales el sistema nos convence de que debemos apartarnos y menospreciarlos por nuestro bien, para que nuestro supuesto estatus de persona de éxito siga intacto. Y es ahí precisamente donde reside lo más triste y cruel, porque en el fondo de nuestro ser, sabemos que realmente lo que nos empuja a menospreciar y marginar a quienes se han visto invalidados por el sistema para convertirlos en números es el miedo a llegar a ser uno de ellos.

Pienso, tito Ángel, que has escrito este libro como persona herida, defraudada y dolida, pero no sólo con los demás, sino contigo mismo.

Con los demás, por la hipocresía recibida una vez te ves fuera del juego del mal llamado “sistema de bienestar”, cuya máxima es “tanto tienes tanto vales”, y contigo mismo, por el golpe de realidad que supone darte cuenta de que tú mismo has sido un sostenedor y propulsor del sistema en tu etapa de éxito.

Quiero que sepas que me han calado sobremanera las reflexiones que se exponen en tu libro, y sobre todo, los valores, los anhelos, las utopías y las reivindicaciones que se desprenden. Me han calado precisamente porque las considero también mías: la urgente necesidad de cambio de modelo de sociedad, el sentido de comunidad, y por qué no, de clase, el humanismo, la anteposición de las necesidades humanas a los beneficios económicos, el amor a los demás, el sacar el máximo partido a los pequeños detalles de la viday al tiempo con quien lo merece y, en definitiva, la búsqueda de la felicidad sin mediación material.

Y es que, tito Ángel, "¿Dónde estás Papá?" tiene un una cualidad incontestable que no es otra que su atemporalidad. Lo escribiste en 1987 y es perfectamente aplicable, tras 37 años, a la sociedad de hoy. Por lo que siento decirte que la sociedad no ha progresado notoriamente desde que escribiste el libro.

Como he sugerido anteriormente, una de las cosas que más me ha impactado de tu libro es que ambos tenemos una visión casi idéntica de la vida, de la sociedad, de los valores y de las ideas. Pero creo que esto no es fruto de la mera casualidad, pues tú siempre has sido el referente y el ejemplo a seguir de una de las personas más importantes de mi vida, mi padre (tu hermano Carlos), cuya educación, valores e ideales siempre me ha inculcado a conciencia.

¡Cuánto daría por poder tomarme un café contigo y charlar y charlar!

Tito, te fuiste cuando yo sólo tenía 15 años, y a penas me dio tiempo a conocerte en profundidad. Pero hoy, verano de 2024, debo de dar las gracias a tu hija Ester porque sin ella saberlo, me ha hecho uno de los regalos más bonitos que en esta vida se puede recibir, me ha dado la oportunidad de conocerte a través de las letras que has escrito, y, créeme, te siento cerca y presente, pese a que, como seguramente sabrás, no soy una persona creyente en el sentido que la iglesia impone, quizás, porque si Dios existe, me gustaría tener una charla con él porque no le entiendo muy bien.

No me gustaría terminar la carta de tu sobrino, “el cateto de Cártama”, como me llamabas cariñosamente sin antes expresar lo que tu libro ha supuesto desde el punto de vista emocional para mí. Más allá de su cometido crítico y reivindicativo que, repito, me ha encantado.


Y es que, por casualidades de la vida o, por qué no, intervención de un destino premeditado desde el cielo (tú sabrás qué se cuece ahí arriba), este libro, además de hacer muy feliz a mi padre y, por supuesto, a mí, ha sido y va a ser el eje central de una bonita historia.

¡Bendita la hora en que decidí escribir un mensaje en las redes sociales de tu hija Esther para hacerme con un ejemplar del libro para regalárselo a tu hermano Carlos!. Me hubiera encantado que lo hubieras visto cuando se lo dimos mi hermana y yo. Estábamos en casa de mi hermana María Ángeles, donde se lo dimos con la bonita dedicatoria de tu hija Esther, que leyó detenidamente, y con la excusa de que se le había olvidado “no sequé” en su casa, se fue a la calle para que no le viéramos llorar de emoción. Sé que te echa mucho de menos, tito, aunque ya sabes que los López no son mucho de expresar sentimientos…. Será ya la edad.

También quiero que sepas que ni Esther ni yo nos podríamos imaginar que una maravillosa consecuencia de tu libro iba a ser reencontrarnos con la ilusión que lo hemos hecho y conectar como hemos conectado. Tito, la prima Esther es alguien con una magia especial, estoy seguro de que estás profundamente orgulloso de ella por este libro, por la donación de los beneficios a la investigación del cáncer y por mil cosas más. Esther es de esas personas que uno siempre quiere tener a su lado, por lo que quiero pedirte que la cuides bien desde ahí para tenerla muchos años conmigo.

A veces, me gustaría decirle – medio en broma, medio en serio- a tu hija, ¿Prima, por qué no has transcrito el libro antes?. Pues hubiera supuesto empezar antes esta nueva historia gracias a  tu libro.

Por último, haciendo gala de la cabezonería López, siento informarte que tu libro no ha finalizado con la carta de profundo y generoso amor de un padre a su familia.

Tu libro va a seguir escribiéndose en los corazones donde aún estás muy presente, porque tu libro va a ser el engranaje perfecto para completar un puzle en el que ya no me falta ninguna pieza. Te doy mi palabra. Ya te contaré…

Un fuerte abrazo para ti, para tito Pepe y para los abuelos. Con mucho amor, tu sobrino, Carlos López.


viernes, 14 de junio de 2024

ADIÓS AL CLUB DE LOS MIOPES

    Aún recuerdo con nitidez, aquél día de estudio en mi casa materna junto con mi compañera y amiga Rocío, hace ahora más de 30 años. Era ya la hora en la que el padre de ella venía a recogerla para llevarla a su nido. Le esperábamos en la calle. Debía aparecer subiendo una cuesta con su coche. Para pasar el rato (recuerden que en aquella época lo de los móviles estaba aún por llegar), además de charlar de mil quinientos asuntos trascendentales, nos inventábamos cualquier cosa. En aquella ocasión, el invento fue diagnosticar mi miopía. No recuerdo con certeza cuál fue el detonante, supongo que ella vio algo y me lo indicó y yo era incapaz de verlo, por lo que sorprendida mi amiga de que no alcanzara a ver lo evidente, sospechó que algún problema en mi sentido visual debía estar aconteciéndome.

    Así fue como, procedimos a aplicar el método científico y tras la observación del hecho y el planteamiento de la hipótesis de mi posible miopía, diseñamos y llevamos a cabo la experimentación que debía corroborarla o refutarla. El experimento fue rudimentario, pero no por ello menos eficaz: situadas ambas a la misma altura de la carretera, debíamos observar al siguiente coche que avanzara cuesta arriba hacia nosotras y debíamos ambas decir "ya" cuando vislumbráramos con nitidez la matrícula del vehículo. 

    En el primer intento, después de decir ella la palabra establecida debieron transcurrir bastantes segundos para que yo la secundara. Mientras ella esperaba a que yo articulara el monosílabo, me miraba perpleja y, también hay que señalarlo, muerta de la risa.

    

Como disciplinadas científicas, repetimos el experimento con los siguientes coches que fueron llegando, para asegurarnos que no hubiera ningún error en nuestras conclusiones. Lo cierto es que no solo sirvió para constatar la ausencia de error en el diagnóstico, sino para que mi amiga aumentara su asombro y descojone a partes iguales. Me preguntaba una y otra vez cómo narices podía estar viviendo y estudiando con tal falta de visión.

    Bien, ese fue el inicio de mi vida enganchada a las gafas. Por supuesto, detectado y diagnosticado el problema, no podíamos sino poner remedio para mejorar mi calidad de vida. Y sigo hablando en plural porque, aunque el problema era de mis ojos, mi amiga participó en primera persona de todo el proceso hasta verme con las lentes sobre el puente de mi nariz.

    El siguiente periplo fue la obtención de la graduación adecuada para encargar las lentes. Para ello, pedí cita en la Seguridad Social para oftalmología y las dos acudimos el día que correspondió. Recuerdo que fue por la tarde, en calle Córdoba, si no me falla la memoria. Recuerdo una consulta a oscuras porque las consabidas líneas de letras de diferente tamaño que te hacen recitar sentada a una

considerable distancia se disponían en un panel luminoso. O puede que lo de la oscuridad me lo esté inventando, la verdad, no lo sé. Tal vez lo recuerde todo oscuro porque el oculista que tuvo a bien graduarme era un hombre sombrío o, como poco, con ningún sentido del humor. Y es que, al principio, lo de las letras no fue muy mal, pero luego empezó a complicarlo todo, poniendo cristales de colores y preguntando que cómo veía la ristra de letras mejor, si con uno o con otro. Repitió tanto el quita y pon que llegó un momento en el que yo no acertaba a decidir cómo me resultaba más nítida la imagen. Y aunque fuera algo serio, por aquellos años mozos tendía a darme la risa en este tipo de situaciones en las que me sentía algo frustrada. El pobre hombre no me conocía y debía estar loco por irse ya a su casa. Si a eso le sumamos que no llegaba a mis veinte años, supongo que el médico pensó que nos estábamos choteando y zanjó el tema con la graduación que se le antojó.

    Nos fuimos de la consulta riendo por mi desgracia e indignadas por la poca paciencia del doctor. El siguiente paso fue llegar a la óptica, que en aquella primera ocasión fue General Óptica de la calle Larios, para encargar las que debían ser mis primeras gafas. Y aquello supuso el descubrimiento de la luz... El óptico que nos atendió era un chaval joven y amable y la estancia diáfana y agradable. Le hablé de mi recién visita al oftalmólogo y le entregué la graduación que me había anotado en un papel. El joven nos indicó que debía comprobarlo y temí volver a la tortura del quita y pon de cristalitos, pero nada más lejos. Me sentó frente a una máquina en la que debí apoyar barbilla y frente y en un pis pas me sacó un papelito con mi graduación: no se parecía ni por casualidad a la que el médico me había asignado.  

    Con esta primera prueba realizada, hubieron otras con más letras en ristras y cosas así, pero todo fue mucho, mucho mejor. A la semana siguiente ya tenía mis gafas y me sentí especial al llevarlas. Hay que ver con lo que se ilusiona una. 

    Con el tiempo han habido revisiones y cambio de lentes y el siguiente salto en la progresión natural de las cosas fue decidir hace unos pocos años optar por las progresivas. Entre una cosa y otra, hubo un intento de lentillas, pero casi me saco un ojo intentando quitarme una mañana una que finalmente no estaba en el ojo, así que con tan poca maña para ese asunto, descarté aquello como solución.

    Las progresivas fueron un aumento de comodidad, pero también han supuesto depender totalmente de las gafas las 24 horas del día, bueno, no exageremos, 16, que ocho horas son de sueño. En cualquier caso son demasiadas horas, demasiados cristales sucios a cada rato, demasiados empañamientos (no me quiero acordar de las clases en la pandemia) y demasiadas migrañas de tanto uso. Así que, por fin, hace apenas cuatro días, enfrentando el canguelo que me me daba someterme a la operación, lo he hecho: me

he operado de miopía y astigmatismo. ¡¡Ocho segundos de operación por ojo!! Eso es lo que ha durado el paso de ser miope a no serlo. No puedo describir la sensación que supone no tener que llevar las gafas para conducir, para mirar a lo lejos y ver sin contornos difuminados... Estoy feliz y a la par apenada. Apenada de no haberlo hecho hace veinte años y poder disfrutar de una vista clara sin depender de más artilugios. Desgraciadamente, con mi edad, lo único que mantenía a raya la presbicia era precisamente la miopía. Al eliminarla, me ha caído a plomo la vista cansada, así que seguiré necesitando gafas para ver de cerca. Con todo, salgo ganando, porque el uso de las lupas no es constante y ahora hago mucha más vida sin gafas que con ellas. 

    Tal vez, si hubiera sido más valiente, hubiera sido capaz de hacerme la cirugía de sustitución del cristalino por una lente intraocular trifocal, que me lo hubiera resuelto todo, pero eso ya era pedirle demasiado a mi valor y a mi bolsillo. Aunque quién sabe, quizá en unos años acabe dando el paso final y no solo deje de pertenecer al club de la miopía, sino también al de la presbicia, antes de que lleguen las cataratas. Voy a empezar una hucha, ja, ja, ja. 

miércoles, 5 de junio de 2024

COMIÉNDOME EL COCO...OTRA VEZ


Supongo que debería estar muy feliz, pero lo cierto es que no es felicidad lo que siento. Alivio. Sí, alivio es una palabra que define bien mi estado de ánimo, pero eso no es lo mismo que la felicidad.


Durante un breve espacio de tiempo, haberme liberado , por fin, del agobio de las oposiciones me ha mantenido en un estado que fácilmente podría confundirse con la felicidad, pero ha durado poco. Y, cómo no, me ha machacado la cabeza la idea de que no podía permitirme reconocer que nada en realidad ha cambiado en cuanto a mi felicidad, cuando mil veces mil me he dicho que una vez logrado este objetivo todo cambiaría en mi forma de vivir. No quería decirlo en voz alta. No me he sentido con el derecho de verbalizar tal estupidez.


Este curso de destino provisional, pero ya como último eslabón de la total tranquilidad, no me ha brindado el disfrute que esperaba. Alivio. Alivio, sí, pero disfrute, no.


Por el contrario, se me remueven las tripas incómodas porque me he sentido y me siento muy cansada. Cansada de espíritu. No sé de qué otra manera definirlo.


Ha sido un curso en el que me he sentido “vieja”, sin fuerzas para lidiar con la jauría de adolescentes rebeldes sin causa con los que tendré que seguir lidiando el resto de mi vida laboral.


“Vieja” porque me he sentido muy alejada de ellos. Viendo en los estudiantes demasiadas veces “enemigos” y sintiendo el aula demasiados días como el campo de batalla.¡Con lo fácil que era antes para mí empatizar con esa juventud.


Me siento decepcionada, pero no tanto de ellos como de mí misma. No dejo de preguntarme si este sentimiento es consecuencia del vacío que impera en mi vida.


Tras conocer el destino definitivo, “eché” de mi vida a la amiga que me ha acompañado en este proceso en los últimos años. La nuestra es una amistad telemática. Videollamadas todas las tardes en las que conversamos sobre cómo nos ha ido el día y nos desahogamos de los conflictos que se generan en nuestro día a día en las clases. Pero también son encuentros en los que antes encontraba un  alma gemela, pero que,


con el tiempo, se ha  tornado en una tortura silenciosa porque cada vez veo más diferente su vida y la mía. Su camino se ha ido llenando de colores variados y el mío es cada vez más de tonos marrones, que ni siquiera debo decir que sean grises. 


De manera inconsciente al principio, y más conscientemente en los últimos meses, me he sentido cada vez más lejos de ella, igual que de mis alumnos. Solo había una cosa que yo tenía y que ella no, que me proporciona una felicidad inmensurable y que, por eso, de alguna manera, he sentido siempre que equilibraba la  invisible balanza que he inventado en mi cabeza y me ha servido para no sentirme tan pobre en comparación con ella: mis gatos. Pero, por fin, también eso ha llegado a su vida para llenarla. Ahora, es mamá de una linda gatita y yo sé mejor que nadie cuánta felicidad aporta eso. Y me alegro por ella de una manera sincera. El problema no es ese. El problema es que cada paso adelante de ella me recuerda lo estancada que yo estoy. El engaño al que me someto cada día, que se hace cada vez más insoportable de mantener cuando hablamos. 


La he abandonado, aunque no me he atrevido a hacerlo hasta que todo el proceso ha culminado. Solo ahora que sé que ambas hemos conseguido nuestro objetivo laboral, sé que no le voy a hacer falta y, en el fondo, algo me dice que estará mejor sin la carga de hablar conmigo cada tarde. Y ella podría negarlo, pero ciertos comentarios desafortunados de las últimas veces, me hacen pensar que esto es así. Pero no puedo echarle en cara que no fueran sus mejores momentos en cuanto a empatía hacia mí se refiere. No, porque en ninguno de esos comentarios ha habido maldad. Estoy segura al ciento por ciento. 


He pensado que separarme de ella hará que se me cree la necesidad de buscar otras compañías, de salir a la calle y de hacer otras cosas que ocupen el tiempo que antes estaba ocupado con ella… De momento no ha sido así. Todos los días gasto las horas viendo capítulos de una serie, acariciando a mis gatos, comiendo y durmiendo. Todos los días me pregunto el sentido de mi vida, como lo hago mientras escribo esto. Me da la sensación de estar desperdiciando los mejores años y que me arrepentiré cuando dentro de cada vez menos tiempo no pueda hacer lo que ahora sí podría y no hago por pereza. Y sin embargo… no hay nada que me arranque del sillón y me saque de mi cueva.


No sé si estoy pasando una depresión o si siempre he vivido en ella. No encuentro los motivos subyacentes de mi comportamiento y de mi sentimiento.


Desde finales de febrero, la salud no ha estado muy fina: volví del Camino de Santiago lesionada y el dolor me acompañó casi un mes; para mi cumpleaños, la COVID 19 vino a chafar cualquier atisbo de celebración que tuviera en mente acometer; y no habiendo aún salido de la  COVID, me atacó el oportunista herpes zóster que hasta provocó una forzada excursión a urgencias y un par de días de reclusión en casa. Todavía tengo una fea marca en la parte superior de la nariz que no sé si dejará una cicatriz permanente. Y también me queda una neuralgia persistente que a ratos me marea. No me apetece, ni debe darme el sol en la zona. Pero eso no significa que no pueda seguir con la sana rutina que había adquirido antes de estos acompañantes víricos, en la que me iba a la playa tras las clases, caminaba y me daba un baño que servía para que mi mente desconectara y mi cuerpo se revitalizara. La rutina se quedó, una vez más, en intención.


En mis intentos de autoanalizarme para comprender mi actual apatía, he dado con algunos artículos en los que se relaciona la infección por herpes zóster con el estado depresivo. Y debo decir que, en parte, me ha dado un poco de esperanza, porque de ser así, que lo es, tarde o temprano, pasará, ¡digo yo!


En cualquier caso, estaba planificando hacer terapia en cuanto lleguen las vacaciones. Me motivaba pedir cita a un psicólogo al que he leído y escuchado en Marbella y ayer, por fin, decidí proceder a gestionar esa cita, tras días de reticencias, que no me resulta nada fácil empezar a hacer ningún tipo de terapia. Pues bien, tiene lista de espera de ¡7 meses!


Está más que claro que de poner en manos de un profesional mis sinsentidos, no será él finalmente con quien cuente. La cuestión es ahora si no se convertirá este pequeño obstáculo en el escalón insalvable para que me decida esta vez a esta recomendable práctica que es tratar la salud mental.