Pues sí, creo que después de diez años pegado a mi nariz, merece unas palabras de despedida al menos.
Corría el año 2006, concretamente en el mes de julio de ese año, mi amiga por entonces, Natalia, me convenció para llevar un piercing, como ella, en la nariz. Era algo que me apetecía, pero en aquel momento, hacerlo para lucirlo a su lado me pareció un bonito detalle. Y es que en poco tiempo nos habíamos convertido en ineparables. La amistad no duró tanto como yo pensaba y ella pronosticaba, y no vale la pena entrar en detalles ahora sobre la decepción que me supuso, pero el piercing sí siguió brillando en el lado izquierdo de mi rostro durante todos estos años, y se ha convertido en parte de mí. Nunca aprendí a quitármelo, ni a ponérmelo, claro; y el otro día llegó el momento de lo primero. Me tengo que hacer una prueba médica en la que el piercing molesta, así que, no sin esfuerzo, me lo quité hace dos noches. Luego traté de colocarlo de nuevo, pero no lo he conseguido. Ya sé que puedo parecer bastante torpe, pero así soy yo. Y como lo mío no es aguantar dolor, después de unos cuantos intentos que me dejaron la napia roja y entumecida, decidí que, al menos por ahora, no habrá más adorno nasal.
Reconozco que me siento rara sin notar mi joyita, que se dice pronto, pero en diez años pasan demasiadas cosas y todas las he vivido con ella de testigo: dejé de trabajar en la gasolinera para ponerme a opositar, logré entrar en la bolsa de interinos de secundaria y retomé mi vocación docente por fin, trabajando desde el 2008 en la pública. Pasé por el infierno de los recortes y el paro, y supe lo que era la verdadera felicidad el día que volvieron a llamarme para cubrir una nueva sustitución en Almería. También he descubierto que la felicidad hay que trabajarla, y que cuesta mucho en realidad. Porque desde que recuperé el empleo, el miedo a perderlo de nuevo siempre es una sombra que la empaña, aunque también es lo que hace que siga valorando la suerte de haber vuelto, a pesar de todo lo que pueda parecer a veces que me quejo. También he descubierto que, aunque muchos me digan que no debo quejarme, quejarme es bueno. Porque lo único que significan mis quejas es que sigo empeñada en mejorar mi situación, que no me he acomodado, que no creo que sea suficiente. Y bueno, si no pensara que fuera así, creo que todo se volvería muy aburrido, así que... todavía me queda mucho por luchar.
Mi piercing se ha mojado de muchas lágrimas en estos diez años: relaciones que no han funcionado, personas que me han dañado y amistades que, después de media vida, se esfuman, tal vez porque nunca debieron llamarse amistades. Pero también se ha adaptado a mi piel cuando he reído: muchas nuevas personas que he conocido, algunas que se han quedado ya conmigo desde entonces, llenando huecos del corazón que ellas mismas han horadado. Nuevos lugares a los que mi profesión me ha llevado, donde he vivido historias que de otra manera no hubieran pasado.
En diez años pasan muchas cosas, y sobre todo, pasan muchas emociones. Una de ellas, sin ser algo malo, tampoco es del todo algo bueno: el apego. Sin ninguna duda, creo que lo más difícil de aprender para mí en esta vida es cómo amar sin que el apego me lastre, y si bien no puedo decir que haya descubierto ya cómo hacerlo, al menos puedo decir que reconocer la dependencia como algo no deseable, ya es un primer paso. Ahora toca trabajarlo. A veces me han obligado a hacerlo y os juro que no lo he pasado nada bien al tener que renunciar a gente o cosas que he amado con todas mis fuerzas, pero con el tiempo,tener que desprenderme de ello ha supuesto un crecimiento personal que no hubiera esperado. Así que cuando hace dos noches me quité mi piercing temiendo no poder volver a ponérmelo, como así ha sido, pensé que tenía dos opciones: ir a que me lo pusieran de nuevo, o vivir sin él aunque ahora me apene. Y puede que os parezca una tontería, porque en el fondo lo es, pero he decidido lo segundo sencillamente por hacer el ejercicio voluntariamente.
Tal vez dentro de un tiempo, cuando ya pierda la importancia que ahora tiene para mí, vuelva a ponerme otro. Pero ahora, voy a acostumbrarme a mirar mi nariz desnuda de nuevo en el espejo y cada vez que vea mi reflejo sin brillito voy a decirme que he ganado contra el apego, contra esa manía de otorgar a otras cosas y otra gente que no sea yo misma el poder de hacerme especial. Independientemente del cariño que sienta o haya sentido por alguien, que no esté ya no puede hacer que me hunda. Mucho menos si se trata de las cosas que me hacen rememorar las vivencias con esas personas. El amor no es apego. El amor no te ahoga. En realidad, el amor que vale la pena es el que trasciende de las cosas, es el que te hace el corazón tan grande que ni un millón de millones de cosas podrían llenarlo.
En fin, ya parece que se me ha ido la pinza divagando, pero sé bien por qué digo esto. Me lo digo. porque una vez más, este espacio no es más que una prolongación de mis convversaciones conmigo misma. Hoy un simple piercing me ha hecho reflexionar sobre lo que he aprendido no hace mucho, la verdad. Y aunque eso no quiera decir que mil veces más el apego tire de mí en otras ocasiones como la fuerza de la gravedad, trataré que la ausencia de mi piercing me recuerde las lecciones de estos años, sobre todo que siempre, lo mejor que me ha pasado es que no me pasara lo que esperaba que me pasara. O lo que es lo mismo, que no controlarlo todo es bueno, que el no apegarse a lo conocido es lo que me lleva a hacer nuevos descubrimientos y que este descubrir es lo que verdaderamente enriquece mi vida. Aunque de vértigo, aunque me sea tan difícil lo que para muchos parece tan fácil: dejarse fluir.
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