Me levanto todos los días temprano
para acudir a mi trabajo. A veces, me cuesta hacerlo porque, bueno, se está muy
a gusto en la cama a esas horas, pero ése es el único malestar que me produce
iniciar puntualmente mi jornada laboral.
Por lo demás, acudo a mi cita diaria con ilusión, porque me empuja la vocación,
porque me satisface participar en la educación de los que son nuestro futuro,
porque es un reto guiar, corregir, mostrar caminos, abrir puertas a los que recién
están comenzando a enfrentarse a la realidad de un mundo incierto.
Soy solo una profesora interina
sustituta. No siempre dispongo de un tiempo mínimo para llegar a conocer, ni
siquiera superficialmente, a aquellos con los que comparto el aula, pero es
inevitable, estoy alerta. Tal vez no consiga en tan pocos días aprenderme sus
nombres, pero me quedo con sus gestos, sus maneras al contestar, sus reacciones
ante mis riñas o mis consejos. Eso hacemos casi sin darnos cuenta los profesores,
independientemente del contrato que te emplee.
En ocasiones, más frecuentemente
de lo que quisiera, me doy cuenta de que las vidas de muchos de mis alumnos no
son fáciles, que donde debería existir una mente despreocupada e infantil, hay
un adolescente confuso, asustado y perdido con cargas emocionales que no le
corresponden y que no son capaces de gestionar. Probablemente sería difícil
hasta para un adulto. Confieso que me
crea desazón no saber cómo atender las necesidades de estos chicos, pero es
parte de mi trabajo servir de apoyo (al menos, así lo entiendo yo) y hago lo
posible por estar ahí, simplemente estar ahí. No soy tan soberbia como para
pensar que podré resolver ciertos problemas, pero la experiencia me ha enseñado
lo mucho que puede suponer tan solo ofrecer
un hombro donde sostenerse. Me crea desazón, incluso he llegado a sentir
impotencia por lo injusto de ciertas situaciones, pero, desde luego, jamás he
sentido miedo…
ABEL MARTÍNEZ |
Imagino que, como yo, mi
compañero, también acudía con ilusión a su provisional instituto, haría su
camino diario como yo hago el mío, quizás pensando, como yo, cómo explicar tal
o cual asunto en clase para que sea más fácil su comprensión por los más
rezagadillos. A lo mejor tarareaba una canción que escuchaba en el coche
mientras llegaba hasta el aparcamiento del centro, quizás pensaba en la
cervecita que compartiría con algunos compañeros al acabar la jornada. Seguro
que pensaba en miles de cosas, todas las que caben en la cabeza de alguien que
ama la vida y que ama su profesión. En lo único que no pensaría mi compañero,
como yo jamás he pensado, es que podría morir a manos de uno de sus
alumnos. Eso no cabe en ninguna de
nuestras cabezas, por más que las situaciones a las que nos enfrentamos a veces
sean duras, jamás piensas que un niño pueda ser un asesino.
¿Qué clase de sufrimiento debe
tener un chaval de 13 años para albergar pensamientos tan oscuros que le lleven
a ejecutar acciones tan aberrantes como el asesinato de un profesor? ¿Cómo es
posible que haya ocurrido algo así?
Me quedo sin palabras para
expresar sentimientos tan encontrados como los que inundan en este momento mi
corazón. Cuando se trata de un crío, te
preguntas sin remedio, ¿con maldad se nace o la maldad se hace? Yo me resisto a
pensar que lo niños puedan sentir odios
tales por naturaleza, rechazo, como muchos, este pensamiento y prefiero pensar
que estos actos extremos son fruto de una enfermedad. Pero, ¿es así? ¿Qué parte
de las enfermedades mentales dependen del ambiente en el que se desarrollan las
personas? No es que quiera encontrar un culpable, es que necesito entender cómo
puede suceder lo que sucede para encontrar soluciones. Porque a mi compañero no
habrá nada que le devuelva la vida, y al chaval que se la quitó nada habrá que le
devuelva la inocencia, nada habrá que restaure la paz en su corazón, como nada habrá que consuele a los familiares que lloran la
pérdida de mi compañero, o que arranque la vergüenza y el dolor de esos otros
familiares, los del chico, que habrán de llevar la culpa de sentir que, de
algún modo, ellos son responsables de la conducta de su hijo. No concibo el
pesar de sentir ese fracaso.
Quisiera saber qué hacer.
Quisiera saber cómo evitar que haya otro
Abel.
Tras conocer la noticia, he ido a
trabajar, como todos los días. Hoy he regañado en clase a algunos alumnos, como
todos los días. Por un momento, por primera vez en mi vida, he temblado un
instante por dentro. Inconscientemente ha llegado a mi mente la idea de si no
estaré provocando un odio irracional en alguno de los adolescentes a los que
corrijo. En una décima de segundo, en lo
que tarda el cerebro en procesar un impulso nervioso, he desechado la idea y he
continuado con la reprimenda que mis alumnos merecían. No sé cómo evitar algo
como lo que ha sucedido en Barcelona, pero sí sé que sigo siendo profesora,
interina, pero profesora. Quizás hayamos perdido autoridad, quizás no tengamos
a veces el apoyo que deberíamos tener de los padres que comparten nuestra
tarea, quizás no respete nuestra labor el gobierno que debiera protegernos,
pero yo soy profesora porque lo quiso mi corazón, así que continuaré escuchando, guiando, corrigiendo y
enseñando, o sea, educando.
Luego, rezaré por mi compañero
Abel, por su familia, por el chico y por todos los chicos que sufren como
él. Y pediré a un Dios en el que quiero
creer que nos ilumine el camino, que averigüemos los porqués y que hallemos las
soluciones.
La noticia
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