¡Qué sacrilegio sentir esta
tormenta en mis entrañas mientras contemplo el delicado milagro de paz del
alba! Me pregunto cómo me atrevo a latir desbocada, interrumpiendo la calma rufa que se derrama sobre el horizonte
precediendo a la magnificencia del astro
rey. Cómo no puedo quedar reducida a una tranquila lágrima que se fundiera silenciosa con el resto de la sal de un mar
que sabe doblegar su bravura, respetuoso, para disfrutar también de este regalo. Por qué mis emociones no pueden olvidar por un momento que he de sentirlas y
dejarme respirar este amanecer sin retorcer mi alma.
Es una ardua batalla sin tregua la que, en la
liza que es mi mente, trato de ganar cada segundo. A veces simplemente huyo del
enemigo, evito mirarle a los ojos porque presiento que si consigue cruzar su
mirada con la mía, veré en su pupila el reflejo de la realidad que escondo. ¡Conseguí
escapar hace tan poco! Pensé de veras que podría darle esquinazo para siempre.
Pensé que si no miraba más que hacia adelante, no volvería a las infectas mazmorras en las que pretendía que agonizara hasta mi extinción. Pensé que
teniendo siempre lleno mi carné de baile con cualquier otro, no dejaría un
segundo libre para que me obligara a trenzar mis pies junto a sus macabras
piruetas.
Pero el estío es demasiado largo
y sus días tienen demasiadas horas para que yo pueda llenarlas todas. Cada vez
es más difícil mantener la red
protectora intacta y ya casi no me queda hilo para tantos remiendos. Me duelen los dedos de zurcir y los que me ayudan a veces, no pueden coser siempre para mí.
Rogué a Morfeo que me besara con
lascivia, para evitar escuchar a
Iquelo bisbiseando en mis dormidos oídos sus oníricas
fatalidades, pero esta vez la madrugada no
me halló temblando de deseo, sino que me
faltaba el aire, ahogada por la pesadilla de un futuro ignoto. Ni el llanto que hasta al recién nacido
alivia sus pulmones, ha querido venir a darme consuelo. Pero decidida a no dejarme vencer por el
miedo, abandoné el desordenado lecho y me encaminé hasta donde siempre hallo algo de
sosiego.
Me he descalzado y he sentido la
fría arena abrazar mis pies en cada paso, perdonado a mis huellas por mancillar su perfecta
lisura. Acogiéndome en la orilla, invitándome a sentarme frente a ella para que la salobre bruma limpiara mi
congoja. Las lágrimas han acudido
inopinadamente, como siempre ocurre cuando
son ellas las únicas que escapan a la prisión a la que someto a las
palabras. Cuando son ellas las únicas que, valientes, hablan de mí, de la
verdad que oculto. Liberadas y liberadoras...
aunque no cambien nada.
Me abracé a mis rodillas y me mecí aceptando la
derrota. Apartando mis mentiras solo quedaba esperar la aurora para rezar al Sol naciente. Para que se apiade de mí y consiga infundir un poco más de
energía a mi espíritu. Para que consiga hacerme confiar en que, esta vez, la tormenta
no acabará con mi velero por más que ahora tenga miedo. Para que me regale un poco de fé.
preciosas palabras para tan angustioso sentimiento...
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