Anoche mi amiga Reme me mandó este simpático dibujo con esta acertada frase:
Ella sabe que no puedo estar más de acuerdo. En este blog, cada pedacito de mi camino está acompañado de una canción, las melodías que van tejiendo el concierto de mi vida. Y, por supuesto, y aunque hasta ahora no le haya dedicado ninguna línea, mi Gea.
Llegó a mí hace poco más de siete años y ahora se me hace difícil pensar en vivir sin ella. No es una gata demasiado sociable; algunos incluso diréis que no lo es en absoluto. Pero eso es con la gente. Cuando entre estas cuatro paredes no hay nada más que mi gata y yo, ella es mi momento de ternura. Da igual qué esté pasando, tanto si estoy feliz, como si lloro por dentro, mi bichito saca siempre lo mejor de mí.
Me gusta mirarla cuando camina, cual fuambulista, esquivando con su elegancia felina cualquier objeto sobre mis muebles. Me gusta mirarla cuando se hace un ovillo sobre su cojín y cuando de repente se recoloca panza arriba para que le acaricie. Me gusta mirarla cuando se estira sobre el suelo tras sus eternas siestas. Me gusta mirarla cuando su instinto cazador juguetea con algún insecto que se cuele por la terraza.
No creo que a un gato se le pueda enseñar nada, ellos aprenden lo que les interesa aprender. Nosotros somos los que nos adaptamos a sus hábitos y no al revés. De eso estoy segura. Yo no puedo salir de casa sin dedicarle antes a ella su ratito de atención. Y es que sabe muy bien cómo hacerlo. Al final, quiera o no quiera, siempre salgo por la puerta con una sonrisa porque, a pesar del tiempo, nunca deja de sorprenderme su tan bien estudiado teatro: Unos maullidos lastimeros, buscar mi pierna para rozarse con ella zalamera, tumbarse en el suelo lomo arriba pidiendo que la rasque, y si nada de eso funcionara, ponerse delante de la puerta impidiéndome el paso. Imposible eludir su insitencia. Suelto el bolso y corre hasta subirse al sofá sabiendo que ya ha ganado, que me sentaré unos minutos para que se ahueque en mi regazo. ¡Cómo no sonreir!
Por eso, a pesar de lo triste que a veces pueda estar, ella me ha obligado a aprender a levantarme y que lo primero que salga por mi boca sea un sonido agradable: los buenos días que le dedico al verla desperezarse junto a mí. Lo mismo que al despedirme cada noche. Ya no logro dormir si ella no se acurruca a los pies de mi cama tras darle un achuchoncito cariñoso.
¡Cuánto ocupa su silenciosa compañía! ¡Cuánta paz me da!
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