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miércoles, 22 de abril de 2015

LUTO POR ABEL MARTÍNEZ



Me levanto todos los días temprano para acudir a mi trabajo. A veces, me cuesta hacerlo porque, bueno, se está muy a gusto en la cama a esas horas, pero ése es el único malestar que me produce iniciar puntualmente mi  jornada laboral. Por lo demás, acudo a mi cita diaria con ilusión, porque me empuja la vocación, porque me satisface participar en la educación de los que son nuestro futuro, porque es un reto guiar, corregir, mostrar caminos, abrir puertas a los que recién están comenzando a enfrentarse a la realidad de un mundo incierto.  

Soy solo una profesora interina sustituta. No siempre dispongo de un tiempo mínimo para llegar a conocer, ni siquiera superficialmente, a aquellos con los que comparto el aula, pero es inevitable, estoy alerta. Tal vez no consiga en tan pocos días aprenderme sus nombres, pero me quedo con sus gestos, sus maneras al contestar, sus reacciones ante mis riñas o mis consejos. Eso hacemos casi sin darnos cuenta los profesores, independientemente del contrato que te emplee.

En ocasiones, más frecuentemente de lo que quisiera, me doy cuenta de que las vidas de muchos de mis alumnos no son fáciles, que donde debería existir una mente despreocupada e infantil, hay un adolescente confuso, asustado y perdido con cargas emocionales que no le corresponden y que no son capaces de gestionar. Probablemente sería difícil hasta para un adulto.  Confieso que me crea desazón no saber cómo atender las necesidades de estos chicos, pero es parte de mi trabajo servir de apoyo (al menos, así lo entiendo yo) y hago lo posible por estar ahí, simplemente estar ahí. No soy tan soberbia como para pensar que podré resolver ciertos problemas, pero la experiencia me ha enseñado lo mucho que puede suponer  tan solo ofrecer  un hombro donde sostenerse.  Me crea desazón, incluso he llegado a sentir impotencia por lo injusto de ciertas situaciones, pero, desde luego, jamás he sentido miedo…

ABEL MARTÍNEZ
Imagino que, como yo, mi compañero, también acudía con ilusión a su provisional instituto, haría su camino diario como yo hago el mío, quizás pensando, como yo, cómo explicar tal o cual asunto en clase para que sea más fácil su comprensión por los más rezagadillos. A lo mejor tarareaba una canción que escuchaba en el coche mientras llegaba hasta el aparcamiento del centro, quizás pensaba en la cervecita que compartiría con algunos compañeros al acabar la jornada. Seguro que pensaba en miles de cosas, todas las que caben en la cabeza de alguien que ama la vida y que ama su profesión. En lo único que no pensaría mi compañero, como yo jamás he pensado, es que podría morir a manos de uno de sus alumnos.  Eso no cabe en ninguna de nuestras cabezas, por más que las situaciones a las que nos enfrentamos a veces sean duras, jamás piensas que un niño pueda ser un asesino.

¿Qué clase de sufrimiento debe tener un chaval de 13 años para albergar pensamientos tan oscuros que le lleven a ejecutar acciones tan aberrantes como el asesinato de un profesor? ¿Cómo es posible que haya ocurrido algo así? 

Me quedo sin palabras para expresar sentimientos tan encontrados como los que inundan en este momento mi corazón.  Cuando se trata de un crío, te preguntas sin remedio, ¿con maldad se nace o la maldad se hace? Yo me resisto a pensar que lo niños puedan sentir  odios tales por naturaleza, rechazo, como muchos, este pensamiento y prefiero pensar que estos actos extremos son fruto de una enfermedad. Pero, ¿es así? ¿Qué parte de las enfermedades mentales dependen del ambiente en el que se desarrollan las personas? No es que quiera encontrar un culpable, es que necesito entender cómo puede suceder lo que sucede para encontrar soluciones. Porque a mi compañero no habrá nada que le devuelva la vida, y al chaval que se la quitó nada habrá que le devuelva la inocencia, nada habrá que restaure la paz en su corazón, como nada habrá  que consuele a los familiares que lloran la pérdida de mi compañero, o que arranque la vergüenza y el dolor de esos otros familiares, los del chico, que habrán de llevar la culpa de sentir que, de algún modo, ellos son responsables de la conducta de su hijo. No concibo el pesar de sentir ese fracaso. 

Quisiera saber qué hacer. Quisiera saber cómo evitar que haya otro  Abel.  

Tras conocer la noticia, he ido a trabajar, como todos los días. Hoy he regañado en clase a algunos alumnos, como todos los días. Por un momento, por primera vez en mi vida, he temblado un instante por dentro. Inconscientemente ha llegado a mi mente la idea de si no estaré provocando un odio irracional en alguno de los adolescentes a los que corrijo.  En una décima de segundo, en lo que tarda el cerebro en procesar un impulso nervioso, he desechado la idea y he continuado con la reprimenda que mis alumnos merecían. No sé cómo evitar algo como lo que ha sucedido en Barcelona, pero sí sé que sigo siendo profesora, interina, pero profesora. Quizás hayamos perdido autoridad, quizás no tengamos a veces el apoyo que deberíamos tener de los padres que comparten nuestra tarea, quizás no respete nuestra labor el gobierno que debiera protegernos, pero yo soy profesora porque lo quiso mi corazón, así que  continuaré escuchando, guiando, corrigiendo y enseñando, o sea, educando.  

Luego, rezaré por mi compañero Abel, por su familia, por el chico y por todos los chicos que sufren como él.  Y pediré a un Dios en el que quiero creer que nos ilumine el camino, que averigüemos los porqués y que hallemos las soluciones.


La noticia

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