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domingo, 20 de noviembre de 2016

VÓRTICES DE ENERGÍA

Dicen, en algún lado lo leí, que hay puntos en el planeta donde la energía que emana de la tierra lo hace a un nivel más alto de lo normal. Y, según cuentan, esta energía es beneficiosa para nuestra salud y bienestar. La humanidad, desde siempre ha reconocido estos puntos donde la energía resuena con una mayor frecuencia como puntos de poder... vórtices del infinito.

En lo que a mi experiencia se refiere, puedo dar fe de que existen lugares que parecen haber sido dotados de una magia especial, que por el simple hecho de pasear por sus paisajes, te llenan el corazón de paz. Y, si tienes la fortuna de pasar algún tiempo allí, notas que te invade un buen rollo increible que te hace sentir ganas de vivir más y mejor. 

Un trimestre estuve en Órgiva, y experimenté esta sensación entre sus gentes. No sé yo si aquel maravilloso pueblo alpujarreño es considerado o no un vórtice de estos, pero desde luego, a mí me llenó de felicidad todos y cada uno de los días en los que trabajé y viví allí.

Ahora bien, yo soy de las que piensan que si hay cara, hay cruz; que si hay blanco, hay negro; que si hay luz, tambien hay oscuridad. Y por eso mismo, si hay lugares en la Tierra donde la energía crea remolinos de energía positiva, los hay también, sin lugar a dudas, donde la energía se revuelve en un ciclón de lo más perverso. 

No sé los motivos y dudo que mi preparación me permita dar con la solución a la cuestión, pero creo
que hay infiernos en el planeta, a mayor o menos escala. Uno de ello, a mi juicio, es la Línea de la Concepción. Ya dejé de vivir allí, ahora voy y vuelvo a diario para trabajar en ese instituto, que más que un centro educativo, parece una cárcel por horas, donde no sé quiénes son los presos, si los alumnos, o los profesores que nos vemos obligados a ejercer allí.

Estoy agotada. Los viajes, los madrugones, las seis horas interminables de broncas, los problemas infinitos de mi tutoría, una directiva que da asco, una orientadora que parece más bien el amo del calabozo y una gente, en definitiva, que está embrutecida y bañada por una especie de sal contaminada. Nunca me han faltado las palabras para expesarme por escrito, pero, aun siendo mi vía de escape habitual, no he tenido fuerzas hasta hoy para escribir y desahogarme, aunque lo haya necesitado como nunca. Incluso ahora que lo hago, dudo que pueda transmitir lo que siento. Tampoco deseo hacer una lista de cada historia que, por desgracia, vivo allí cada día. Primero, porque sería como vivirlas otra vez. Cuando le cuento a algún ser querido algo de lo que me ha pasado, noto que mi corazón se altera; así que, para qué tentar la suerte volviendo a contar aquí detalles. Segundo, porque ocurriría como cuando tratas de contar una situación que tuvo su gracia, pero solo cuando la estabas viviendo. Cuando la cuentas, sucede que te sientes ridículo porque a medida que relatas el asunto con toda la ilusión del mundo, te das cuenta de que los interlocutores no ven la gracia por ningún lado. En esto sería, supongo, que al revés. Hay que estar allí para entender la agresividad que percibo... y la agresividad de la que se está envolviendo mi propio ser, porque no soy ya casi capaz de mirar a mis alumnos con benevolencia o viendo en ellos lo que realmente son: víctimas de un bucle de mala educación que se hereda de generación en generación, y que no parece que pueda ser roto. Al menos, yo no puedo hacerlo y cada vez me doy más cuenta que intentarlo es absurdo, pero que no intentarlo también me hace mal, porque va en contra de todo lo que siempre he defendido que debe ser  profesor, como yo creía que era. 

El jueves pasado, en otro inútil intento de poner un poco de luz en la oscuridad de una de mis alumnas, la saqué de clase, para hablar en tutoría con ella, junto con la segunda orientadora del centro, que, como yo, es interina este curso allí. Baste con deciros que fueron tales las historias que la chiquilla me contó que ha vivido en los tres años que lleva en el instituto, que hubo un momento en el que le pedí que lo dejara ya, que volviera a clase porque yo no era capaz de escuchar nada más, literalmente le dije que no podía agunatar más mierda... Tenía ganas de vomitar y, desde luego, no pude desayunar nada en el recreo. Y eso que yo solo estaba escuchando. Ni por un momento me puedo imaginar lo que es vivir lo que ella ha vivido, lo que allí se vive día sí, y al otro también. Ahora entiendo que otro de mis alumnos, al comentar lo del pinchazo de mi rueda y la de los otros vecinos, dijera, sin que se le moviera una pestaña, que eso no es nada, que eso es normal... Mi pinchazo, comparado con que a su padre le quemaran el coche, o que a una chiquilla la encierren en el baño del patio durante más de hora y media por temor de recibir una paliza si no se desnuda; o padres, que ante la pelea de unos niños que no son los suyos, hagan la vista gorda y miren hacia otro lado, igual que lo hacen muchos docentes, debe ser sencillamente una nimiedad.

El viernes, me levanté contenta porque era viernes. Luego se me olvidó el día en el que estaba y, más tarde, de repente, me acordé de nuevo de qué día de la semana era y fue tal el júbilo que sentí, que pegué un grito. Y no porque tuviera grandes o pequeños planes para este fin de semana. De hecho, lo he pasado entero en casa, viendo pelis y a penas sin salir de la cama. Pero no estoy allí, y eso ya es la gloria. La verdad es que estoy tan agotada que no me apetece hacer otra cosa. Ayer sábado todavía salí a caminar un par de horas y disfruté de mi paseo y del sol, pero hoy domingo, como casi todos los domingos, solo de pensar que mañana a las cinco de la mañana tengo que levantarme para volver allí, la ansiedad me agarra y retuerce el estómago, atraco la nevera y me atiborro de todos los hidratos de carbono y grasas saturadas que pueda haber por casa. Al final, acabo peor de como empecé, porque tras la insana ingesta, el dolor de estómago, la pesadez y la culpabilidad están aseguradas. 

Anoche, me acosté relativamente temprano para ser sábado, porque también había madrugado, ya que tengo creado necesariamente ese hábito. Sin embargo, no conseguí dormir. Los viernes y sábados no tomo el lormetazepan que el médico me ha recetado hasta Navidad. Y ya es el segundo fin de semana que me pasa: sin la pastilla no concilio el sueño por más cansada que esté. Todo mi cuerpo está tenso, lo noto. El dolor de esta espalda contraída es cada vez más agudo. Me ponga como me ponga, me duele. Ya ni os cuento cómo están mis venitas trombosadas de la última zona del aparato digestivo... 

Mi médico de cabecera estaba dispuesto a darme una baja, pero le dije que no la quería. Más que nada porque solo pensar en que después tendría que incorporarme, ya me causa aún más ansiedad. De veras, no sé cómo voy a llegar a final de curso, aunque, desde luego, a este ritmo, no muy bien, me parece a mí. En fin, el jueves voy al especialista, por lo de las hemorroides, y tengo esperanzas en que me diga que debo operarme y que me den cita para la cirujía dentro del curso escolar, a ser posible, para después de Semana Santa, y poder darme de baja por ese motivo en el último trimestre, en el que imagino que ya estaré para que me recojan a cachitos. En este momento, que pueda ser así, sería mi mejor regalo de Navidad. Así que aquí me tenéis, rezando a Dios y a todos los santos para que la lista de espera me favorezca en este caso. 

Lo que más me preocupa, de cara al futuro, es que se me están olvidando mis buenos momentos en esta profesión. Mis alumnos de Salobreña, que tanto me inspiraron y que tanto me motivaban para trabajar y hacer actividades preciosas, me resultan ahora como un sueño lejano que nunca viví. No sé si volveré a ser esa profesora. No tengo ganas de estudiar y esforzarme por sacar plaza en las próximas oposiciones, no sé si quiero seguir haciendo lo que hago, y sin embargo, no veo, a estas alturas otro camino para mí. Así que tengo miedo de que ésta vaya a ser mi triste vida. La esperanza
de estar el próximo curso en algún sitio donde todo sea diferente y bueno, la veo ahora bastante difusa, porque, con seguridad, nunca será peor que La Línea, pero tampoco es el único destino problemático que existe hoy en día. Creo que en mi anterior post acababa diciendo lo mismo, pero es que es la cruda realidad. No sé lo que está pasando. En qué momento hemos perdido el rumbo tanto que estamos tan lejos ahora de aquellos valores en los que a mí me educaron.  Y, ¿dónde está la solución? A mí me escama que, hagamos lo que hagamos, los profesores parezcamos los culpables de todo. Ya me dirán cómo tratar de inculcar valores que muchos padres no ejemplarizan. Cómo ser imagen de respeto para los alumnos, si se nos falta al respeto desde todos los frentes. En vez de ahogarnos en más y más papeleo estéril, a mí me gustaría que esos lumbreras que idean leyes cada vez más alejadas de la realidad de nuestras aulas, vengan en persona a enseñarme cómo llevar a cabo tal empresa. Y a esos padres que se ponen en huega de deberes y que saben cómo hay que ser profes, que se vengan un día a demostrarlo. Que parece que viven en la inopia, coño. Y, perdón por el taco, pero a mí, señores, es lo único que me calma un poco la frustración: despotricar por toda la mierda que me están haciendo tragar.

No creo que vuelva a hablar de esta situación en este blog. No lo haré porque hablar más de ello, no lo va a solucionar y porque no debo gastar tiempo del fin de semana pensando en el instituto. Así me lo he impuesto. Puede que no haga nada especial en este maravilloso tiempo libre, pero me niego a volver a gastar mi nada especial en escribir sobre lo que me toca vivir desde las cinco de la mañana hasta las cinco de la tarde, de lunes a viernes.

Y bueno, ya son más de las ocho y media de la tarde del domingo: hora de drogarme para, con suerte, estar dormida a las nueve y despertar medio repuesta a las cinco para  volver a la guerra. Que tengáis buena semana...