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viernes, 14 de junio de 2024

ADIÓS AL CLUB DE LOS MIOPES

    Aún recuerdo con nitidez, aquél día de estudio en mi casa materna junto con mi compañera y amiga Rocío, hace ahora más de 30 años. Era ya la hora en la que el padre de ella venía a recogerla para llevarla a su nido. Le esperábamos en la calle. Debía aparecer subiendo una cuesta con su coche. Para pasar el rato (recuerden que en aquella época lo de los móviles estaba aún por llegar), además de charlar de mil quinientos asuntos trascendentales, nos inventábamos cualquier cosa. En aquella ocasión, el invento fue diagnosticar mi miopía. No recuerdo con certeza cuál fue el detonante, supongo que ella vio algo y me lo indicó y yo era incapaz de verlo, por lo que sorprendida mi amiga de que no alcanzara a ver lo evidente, sospechó que algún problema en mi sentido visual debía estar aconteciéndome.

    Así fue como, procedimos a aplicar el método científico y tras la observación del hecho y el planteamiento de la hipótesis de mi posible miopía, diseñamos y llevamos a cabo la experimentación que debía corroborarla o refutarla. El experimento fue rudimentario, pero no por ello menos eficaz: situadas ambas a la misma altura de la carretera, debíamos observar al siguiente coche que avanzara cuesta arriba hacia nosotras y debíamos ambas decir "ya" cuando vislumbráramos con nitidez la matrícula del vehículo. 

    En el primer intento, después de decir ella la palabra establecida debieron transcurrir bastantes segundos para que yo la secundara. Mientras ella esperaba a que yo articulara el monosílabo, me miraba perpleja y, también hay que señalarlo, muerta de la risa.

    

Como disciplinadas científicas, repetimos el experimento con los siguientes coches que fueron llegando, para asegurarnos que no hubiera ningún error en nuestras conclusiones. Lo cierto es que no solo sirvió para constatar la ausencia de error en el diagnóstico, sino para que mi amiga aumentara su asombro y descojone a partes iguales. Me preguntaba una y otra vez cómo narices podía estar viviendo y estudiando con tal falta de visión.

    Bien, ese fue el inicio de mi vida enganchada a las gafas. Por supuesto, detectado y diagnosticado el problema, no podíamos sino poner remedio para mejorar mi calidad de vida. Y sigo hablando en plural porque, aunque el problema era de mis ojos, mi amiga participó en primera persona de todo el proceso hasta verme con las lentes sobre el puente de mi nariz.

    El siguiente periplo fue la obtención de la graduación adecuada para encargar las lentes. Para ello, pedí cita en la Seguridad Social para oftalmología y las dos acudimos el día que correspondió. Recuerdo que fue por la tarde, en calle Córdoba, si no me falla la memoria. Recuerdo una consulta a oscuras porque las consabidas líneas de letras de diferente tamaño que te hacen recitar sentada a una

considerable distancia se disponían en un panel luminoso. O puede que lo de la oscuridad me lo esté inventando, la verdad, no lo sé. Tal vez lo recuerde todo oscuro porque el oculista que tuvo a bien graduarme era un hombre sombrío o, como poco, con ningún sentido del humor. Y es que, al principio, lo de las letras no fue muy mal, pero luego empezó a complicarlo todo, poniendo cristales de colores y preguntando que cómo veía la ristra de letras mejor, si con uno o con otro. Repitió tanto el quita y pon que llegó un momento en el que yo no acertaba a decidir cómo me resultaba más nítida la imagen. Y aunque fuera algo serio, por aquellos años mozos tendía a darme la risa en este tipo de situaciones en las que me sentía algo frustrada. El pobre hombre no me conocía y debía estar loco por irse ya a su casa. Si a eso le sumamos que no llegaba a mis veinte años, supongo que el médico pensó que nos estábamos choteando y zanjó el tema con la graduación que se le antojó.

    Nos fuimos de la consulta riendo por mi desgracia e indignadas por la poca paciencia del doctor. El siguiente paso fue llegar a la óptica, que en aquella primera ocasión fue General Óptica de la calle Larios, para encargar las que debían ser mis primeras gafas. Y aquello supuso el descubrimiento de la luz... El óptico que nos atendió era un chaval joven y amable y la estancia diáfana y agradable. Le hablé de mi recién visita al oftalmólogo y le entregué la graduación que me había anotado en un papel. El joven nos indicó que debía comprobarlo y temí volver a la tortura del quita y pon de cristalitos, pero nada más lejos. Me sentó frente a una máquina en la que debí apoyar barbilla y frente y en un pis pas me sacó un papelito con mi graduación: no se parecía ni por casualidad a la que el médico me había asignado.  

    Con esta primera prueba realizada, hubieron otras con más letras en ristras y cosas así, pero todo fue mucho, mucho mejor. A la semana siguiente ya tenía mis gafas y me sentí especial al llevarlas. Hay que ver con lo que se ilusiona una. 

    Con el tiempo han habido revisiones y cambio de lentes y el siguiente salto en la progresión natural de las cosas fue decidir hace unos pocos años optar por las progresivas. Entre una cosa y otra, hubo un intento de lentillas, pero casi me saco un ojo intentando quitarme una mañana una que finalmente no estaba en el ojo, así que con tan poca maña para ese asunto, descarté aquello como solución.

    Las progresivas fueron un aumento de comodidad, pero también han supuesto depender totalmente de las gafas las 24 horas del día, bueno, no exageremos, 16, que ocho horas son de sueño. En cualquier caso son demasiadas horas, demasiados cristales sucios a cada rato, demasiados empañamientos (no me quiero acordar de las clases en la pandemia) y demasiadas migrañas de tanto uso. Así que, por fin, hace apenas cuatro días, enfrentando el canguelo que me me daba someterme a la operación, lo he hecho: me

he operado de miopía y astigmatismo. ¡¡Ocho segundos de operación por ojo!! Eso es lo que ha durado el paso de ser miope a no serlo. No puedo describir la sensación que supone no tener que llevar las gafas para conducir, para mirar a lo lejos y ver sin contornos difuminados... Estoy feliz y a la par apenada. Apenada de no haberlo hecho hace veinte años y poder disfrutar de una vista clara sin depender de más artilugios. Desgraciadamente, con mi edad, lo único que mantenía a raya la presbicia era precisamente la miopía. Al eliminarla, me ha caído a plomo la vista cansada, así que seguiré necesitando gafas para ver de cerca. Con todo, salgo ganando, porque el uso de las lupas no es constante y ahora hago mucha más vida sin gafas que con ellas. 

    Tal vez, si hubiera sido más valiente, hubiera sido capaz de hacerme la cirugía de sustitución del cristalino por una lente intraocular trifocal, que me lo hubiera resuelto todo, pero eso ya era pedirle demasiado a mi valor y a mi bolsillo. Aunque quién sabe, quizá en unos años acabe dando el paso final y no solo deje de pertenecer al club de la miopía, sino también al de la presbicia, antes de que lleguen las cataratas. Voy a empezar una hucha, ja, ja, ja. 

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