¡Qué bien sienta volver a casa!
Luego, cuando ya llevas mucho tiempo otra vez en el hogar, ese sentimiento se
difumina, te sigue gustando, pero no lo aprecias como ahora. Es como las
células olfativas, perciben al instante con gran intensidad un estímulo causado
por una nueva fragancia, pero también más tarde se saturan y dejas de sentir
aquel perfume que te embriagó. Pues supongo que es lo que ocurre con el regreso
a las añoradas paredes que custodian tu vida. Por eso, porque sé que el mejor
día de la vuelta a casa es el primero, hoy me he levantado con ganas de
empaparme de mi entorno.
Desayuno contemplando las
montañas que resguardan el origen de este pueblo que adopté hace ya nueve años.
Compruebo como las lluvias han verdeado la tierra y agradezco el cielo
despejado porque alegra mi espíritu y anima a mis pies. Ropa cómoda, calzado
deportivo, música en mis oídos y, ¡vamos!, bajo al Arroyo de la Miel. Tan dulce
su nombre como el olor del vino de mi Málaga. Su sabor me asaltó la mente hace días y mi boca salivó deseándolo tomar donde hay que tomarlo: aquí. Paseando, la casualidad hace que tope con un
curioso quiosco navideño que hasta las abejas han decidido frecuentar
para paladear el almibarado licor. Es el
destino, pienso, y allí me quedo un buen rato para compartir con el vendedor
piropos a nuestra ambrosía. Por supuesto me llevo unas pequeñas muestras que
servirán para decirle a un par de personas que me acordé de ellas en este instante
y que deseé haber podido compartir con ellas ese brindis por lo bueno de los
detalles.



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