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viernes, 8 de agosto de 2014

UN POCO DE FÉ



¡Qué sacrilegio sentir esta tormenta en mis entrañas mientras contemplo el delicado milagro de paz del alba! Me pregunto cómo me atrevo a latir desbocada, interrumpiendo la calma  rufa que se derrama sobre el horizonte precediendo  a la magnificencia del astro rey. Cómo no puedo quedar reducida a una tranquila lágrima que se fundiera  silenciosa con el resto de la sal de un mar que sabe doblegar su bravura, respetuoso, para disfrutar también de este  regalo. Por qué mis emociones no pueden  olvidar por un momento que he de sentirlas y dejarme respirar este amanecer sin retorcer mi alma.

Es una ardua batalla sin tregua la que, en la liza que es mi mente, trato de ganar cada segundo. A veces simplemente huyo del enemigo, evito mirarle a los ojos porque presiento que si consigue cruzar su mirada con la mía, veré en su pupila el reflejo de la realidad que escondo. ¡Conseguí escapar hace tan poco! Pensé de veras que podría darle esquinazo para siempre. Pensé que si no miraba más que hacia adelante, no volvería a las infectas  mazmorras en las que pretendía  que agonizara hasta mi extinción. Pensé que teniendo siempre lleno mi carné de baile con cualquier otro, no dejaría un segundo libre para que me obligara a trenzar mis pies junto a sus macabras piruetas. 
Pero el estío es demasiado largo y sus días tienen demasiadas horas para que yo pueda llenarlas todas. Cada vez es más difícil mantener  la red protectora intacta y ya casi no me queda hilo para tantos remiendos.  Me duelen los dedos de zurcir  y los que me ayudan a veces,  no pueden  coser siempre para mí. 

Rogué a Morfeo que me besara con lascivia, para evitar escuchar a  Iquelo  bisbiseando  en mis dormidos oídos sus oníricas fatalidades, pero  esta vez la madrugada no me halló temblando  de deseo, sino que me faltaba el aire, ahogada por la pesadilla de un futuro ignoto.  Ni el llanto que hasta al recién nacido alivia sus pulmones, ha querido venir a darme consuelo.  Pero decidida a no dejarme vencer por el miedo, abandoné el desordenado lecho y me encaminé  hasta donde siempre hallo algo de sosiego.  

Me he descalzado y he sentido la fría arena abrazar mis pies en cada paso, perdonado  a mis huellas por mancillar su perfecta lisura. Acogiéndome en la orilla, invitándome a sentarme frente a  ella para que la salobre bruma limpiara mi congoja.  Las lágrimas han acudido inopinadamente, como siempre ocurre cuando  son ellas las únicas que escapan a la prisión a la que someto a las palabras. Cuando son ellas las únicas que, valientes, hablan de mí, de la verdad que oculto.  Liberadas y liberadoras... aunque no cambien nada. 
 
Me  abracé a mis rodillas y me mecí aceptando la derrota.   Apartando mis mentiras solo quedaba esperar la aurora para rezar al Sol naciente. Para que se apiade de mí y consiga infundir un poco más de energía a mi espíritu. Para que consiga hacerme confiar en que, esta vez, la tormenta no acabará con mi velero por más que ahora tenga miedo. Para que me regale un poco de fé.

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