miércoles, 5 de junio de 2024

COMIÉNDOME EL COCO...OTRA VEZ


Supongo que debería estar muy feliz, pero lo cierto es que no es felicidad lo que siento. Alivio. Sí, alivio es una palabra que define bien mi estado de ánimo, pero eso no es lo mismo que la felicidad.


Durante un breve espacio de tiempo, haberme liberado , por fin, del agobio de las oposiciones me ha mantenido en un estado que fácilmente podría confundirse con la felicidad, pero ha durado poco. Y, cómo no, me ha machacado la cabeza la idea de que no podía permitirme reconocer que nada en realidad ha cambiado en cuanto a mi felicidad, cuando mil veces mil me he dicho que una vez logrado este objetivo todo cambiaría en mi forma de vivir. No quería decirlo en voz alta. No me he sentido con el derecho de verbalizar tal estupidez.


Este curso de destino provisional, pero ya como último eslabón de la total tranquilidad, no me ha brindado el disfrute que esperaba. Alivio. Alivio, sí, pero disfrute, no.


Por el contrario, se me remueven las tripas incómodas porque me he sentido y me siento muy cansada. Cansada de espíritu. No sé de qué otra manera definirlo.


Ha sido un curso en el que me he sentido “vieja”, sin fuerzas para lidiar con la jauría de adolescentes rebeldes sin causa con los que tendré que seguir lidiando el resto de mi vida laboral.


“Vieja” porque me he sentido muy alejada de ellos. Viendo en los estudiantes demasiadas veces “enemigos” y sintiendo el aula demasiados días como el campo de batalla.¡Con lo fácil que era antes para mí empatizar con esa juventud.


Me siento decepcionada, pero no tanto de ellos como de mí misma. No dejo de preguntarme si este sentimiento es consecuencia del vacío que impera en mi vida.


Tras conocer el destino definitivo, “eché” de mi vida a la amiga que me ha acompañado en este proceso en los últimos años. La nuestra es una amistad telemática. Videollamadas todas las tardes en las que conversamos sobre cómo nos ha ido el día y nos desahogamos de los conflictos que se generan en nuestro día a día en las clases. Pero también son encuentros en los que antes encontraba un  alma gemela, pero que,


con el tiempo, se ha  tornado en una tortura silenciosa porque cada vez veo más diferente su vida y la mía. Su camino se ha ido llenando de colores variados y el mío es cada vez más de tonos marrones, que ni siquiera debo decir que sean grises. 


De manera inconsciente al principio, y más conscientemente en los últimos meses, me he sentido cada vez más lejos de ella, igual que de mis alumnos. Solo había una cosa que yo tenía y que ella no, que me proporciona una felicidad inmensurable y que, por eso, de alguna manera, he sentido siempre que equilibraba la  invisible balanza que he inventado en mi cabeza y me ha servido para no sentirme tan pobre en comparación con ella: mis gatos. Pero, por fin, también eso ha llegado a su vida para llenarla. Ahora, es mamá de una linda gatita y yo sé mejor que nadie cuánta felicidad aporta eso. Y me alegro por ella de una manera sincera. El problema no es ese. El problema es que cada paso adelante de ella me recuerda lo estancada que yo estoy. El engaño al que me someto cada día, que se hace cada vez más insoportable de mantener cuando hablamos. 


La he abandonado, aunque no me he atrevido a hacerlo hasta que todo el proceso ha culminado. Solo ahora que sé que ambas hemos conseguido nuestro objetivo laboral, sé que no le voy a hacer falta y, en el fondo, algo me dice que estará mejor sin la carga de hablar conmigo cada tarde. Y ella podría negarlo, pero ciertos comentarios desafortunados de las últimas veces, me hacen pensar que esto es así. Pero no puedo echarle en cara que no fueran sus mejores momentos en cuanto a empatía hacia mí se refiere. No, porque en ninguno de esos comentarios ha habido maldad. Estoy segura al ciento por ciento. 


He pensado que separarme de ella hará que se me cree la necesidad de buscar otras compañías, de salir a la calle y de hacer otras cosas que ocupen el tiempo que antes estaba ocupado con ella… De momento no ha sido así. Todos los días gasto las horas viendo capítulos de una serie, acariciando a mis gatos, comiendo y durmiendo. Todos los días me pregunto el sentido de mi vida, como lo hago mientras escribo esto. Me da la sensación de estar desperdiciando los mejores años y que me arrepentiré cuando dentro de cada vez menos tiempo no pueda hacer lo que ahora sí podría y no hago por pereza. Y sin embargo… no hay nada que me arranque del sillón y me saque de mi cueva.


No sé si estoy pasando una depresión o si siempre he vivido en ella. No encuentro los motivos subyacentes de mi comportamiento y de mi sentimiento.


Desde finales de febrero, la salud no ha estado muy fina: volví del Camino de Santiago lesionada y el dolor me acompañó casi un mes; para mi cumpleaños, la COVID 19 vino a chafar cualquier atisbo de celebración que tuviera en mente acometer; y no habiendo aún salido de la  COVID, me atacó el oportunista herpes zóster que hasta provocó una forzada excursión a urgencias y un par de días de reclusión en casa. Todavía tengo una fea marca en la parte superior de la nariz que no sé si dejará una cicatriz permanente. Y también me queda una neuralgia persistente que a ratos me marea. No me apetece, ni debe darme el sol en la zona. Pero eso no significa que no pueda seguir con la sana rutina que había adquirido antes de estos acompañantes víricos, en la que me iba a la playa tras las clases, caminaba y me daba un baño que servía para que mi mente desconectara y mi cuerpo se revitalizara. La rutina se quedó, una vez más, en intención.


En mis intentos de autoanalizarme para comprender mi actual apatía, he dado con algunos artículos en los que se relaciona la infección por herpes zóster con el estado depresivo. Y debo decir que, en parte, me ha dado un poco de esperanza, porque de ser así, que lo es, tarde o temprano, pasará, ¡digo yo!


En cualquier caso, estaba planificando hacer terapia en cuanto lleguen las vacaciones. Me motivaba pedir cita a un psicólogo al que he leído y escuchado en Marbella y ayer, por fin, decidí proceder a gestionar esa cita, tras días de reticencias, que no me resulta nada fácil empezar a hacer ningún tipo de terapia. Pues bien, tiene lista de espera de ¡7 meses!


Está más que claro que de poner en manos de un profesional mis sinsentidos, no será él finalmente con quien cuente. La cuestión es ahora si no se convertirá este pequeño obstáculo en el escalón insalvable para que me decida esta vez a esta recomendable práctica que es tratar la salud mental.


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