domingo, 16 de octubre de 2016

BUSCANDO LA MANERA...

Hace unos dos meses que contaba en este cajón de mi vida que tenía, por primera vez, una vacante informatizada. Que aunque el destino no fuera el más agradable de todos los que podían tocarme, estaba contenta por la tranquilidad que esta vacante suponía en todos los sentidos. Pretendía aferrarme a esta visión positiva y, bueno, aún lo hago. Es solo que, en menos de dos meses, tengo que redirigir la forma en la que afrontar este destino, más parecido a una guarida de criminales que a una ciudad. 

Las primeras semanas fueron un shock, al darme cuenta de la clase de alumnado que campa en el instituto. Aunque contaba con tener alumnos problemáticos, nunca pude imaginar hasta qué punto lo son en este lugar. Sobre todo por la cantidad de ellos. Es agotador tratar, hora tras hora, con alumnos que no tienen interés en absoluto, que te faltan al respeto a cada segundo, haciéndolo por turnos, de tal manera que no tienes tregua. Alumnos cuya única forma de pasar sus seis horas diarias en el centro es tener como objetivo armar jaleo, provocar broncas entre ellos y sacar de quicio a todos cuantos pretendemos hacer algo por su futuro. Un futuro que, al parecer, solo nos importa a nosotros, porque lo que es a ellos, les importa un carajo... o, mejor dicho, la mayor parte, creen que no hay un camino mejor que la pasta que les da a sus propios mayores el trapicheo y el contrabando. En estas circunstancias, no tirar la toalla se hace casi un milagroso logro diario. Los primeros días era inevitable que pensara con desazón en todo lo que falta para final de curso. Luego, poco a poco, he ido logrando pensar tan solo en acabar el día, y, al ser la meta mucho más cercana, he logrado también una cierta tranquilidad. 
Decidí volverme a casa cada fin de semana, a pesar de que tanto viaje, añadido al alquiler, iba a suponer un nuevo reajuste de mi exiguo presupuesto, pero he comprobado que estar en casa de viernes a domingo, me serve para desconectar, y que tener el premio de volver el viernes hace que mi semana sea más llevadera, así que eso es lo que he estado haciendo para sobrellevar la situación.
Sin embargo, un nuevo evento ha vuelto a deshacer la frágil membrana de serenidad que me había creado. Tras pasar el día festivo del 12 de octubre encerrada en mi piso de la Línea (puesto que ya me parecía excesivo viajar también para un solo día a mitad de semana a casa), me dispuse a retomar la rutina a la mañana siguiente... Al coger el coche para acudir al instituto, me di cuenta de que tenía una rueda pinchada. Me puse bastante nerviosa, la verdad, porque por experiencias anteriores, los pinchazos suelen ser por algún tornillo clavado o similar, y en estos casos, una rueda no se desinfla en un día. Así que pensé que un alumno con el que la semana anterior había tenido un enfrentamiento, podía haber sido el artífice del pinchanzo... pero, mientras esperaba a la grúa, me di cuenta de que el mío no era el único coche pinchado. Hasta 12 coches más se veían con las ruedas desinfladas hasta el extremo. En algunos, más de una rueda afectada... Ya en el taller, donde la broma me costó 64 euros (que se multiplicará por dos en unos meses cuando tenga que cambiar la rueda pareja para pasar la ITV), coincido con otra vecina, la cual me cuenta que en su caso, es la tercera vez en un mes y medio que le revientan las ruedas. Ella lloraba de rabia. Yo, me eché a temblar pensando que el suceso no era algo puntual, sino que podría repetirse. 
Como es lógico, me personé en las oficinas de la policía nacional a poner la denuncia del caso. Y el señor policía, a mi pregunta sobre qué harían ellos, me contesta que no pueden hacer nada, que si mandan más patrullas por la zona, puede ser que sea peor, porque podríamos sufrir represalias... Mi cara de estupefacción seguro que hubiera a pasado a la historia de haberla fotografiado. Para lo único que me sirvió la denuncia fue para justificar las dos horas y pico que me retrasé aquella mañana en incorporarme a mi trabajo. Porque eso sí, aunque el centro sea una selva (y no de animales, que ellos sí que son civilizados), la rigidez es extrema en cuanto a que todos los papeles que haya que presentar para Delegación estén debidamente registrados. 

El resto de mi jornada laboral fue, como se puede uno imaginar, un estar sin estar, porque mi cabeza lo único que rumiaba incesantemente era qué narices iba a hacer para vivir tranquila. 

La decisión no se ha hecho esperar. Después que esa noche no pegara ojo temiendo un nuevo suceso vandálico, comencé a gestionar la posibilidad de compartir coche con otros compañeros y dejar el piso para comenzar a ir y venir de Málaga a diario. Advertí a la hija de mi casera de que estaba barajando seriamente esta posibilidad y, aunque trató de disuadirme, se mostró comprensiva. Cuando tomara la decisión final, me dijo, solo tendría que llamar a su madre, mi casera, para comunicárselo. 
Y eso hice ayer. Una vez asegurada, al menos, una compañera de viaje, y otra noche sin dormir, nerviosa por una nueva mudanza, por tener que esperar una semana más para poder hacerlo factible, etc., llamé por la mañana a mi casera y menos empatía, mostró de todo, sobre todo que también ella pertenece a ese lugar sin ley ni orden llamado Línea de la Concepción. No voy a transcribir la conversación porque tan solo recordarla hace que se me acelere el corazón, pero baste con decir que, al final, noté cómo me faltaba el aire de manera angustiosa y concluí colgando el teléfono pidiendo disculpas por no poder seguir hablando. 

Pensar si quiera que no pudiera abandonar el piso por haber firmado un contrato que me comprometiera me causó una crisis de ansiedad de las de aupa. No pude ni ir a urgencias, porque pensar en la sala de espera me puso aún peor. Me fui a la otra sala de urgencias: mi madre. Yo, que no sé estar nunca a la altura cuando ella lo necesita, con una forma de ser le causa más sinsabores que alegrías, nunca  encuentro un no por respuesta al revés. No merezco la madre que
tengo, pero no sabe nadie lo que agradezco tenerla. No sabe nadie el miedo que me da perderla y no sabe nadie el dolor que me causa no hacer las cosas a la primera como debiera hacerlas, sin saber tampoco explicarme por qué me sale hacer lo que hago, o decir lo que digo. Que mi arrepentimiento es el más sincero, pero que de nada sirve cuando una y otra vez, tan solo porque no me encuentro bien, sale ella mal parada por mi causa. De todo lo que estoy viviendo, sin duda, esto es lo que más me ha hecho llorar desde ayer. Sé que me perdonas mamá, lo que no sé es si yo sé perdonarme.

Anoche acabé el día en el hospital. Cuando regresaba a casa me dio miedo volver a pasar una noche más en blanco, así que decidí pasar por las urgencias, ahora que ya estaba dispuesta a esperar más o menos calmada el rato que hiciera falta. Fueron casi dos horas, aunque bien está lo que bien acaba: un diazepán y ocho horas y media ininterrumpidas de sueño... al fin.
Mañana es lunes y toca volver a la batalla. He quedado con la compañera con la que iniciaré este nuevo proceso de viajar a diario. Y, la verdad, llevo energías renovadas, porque pienso que aunque sea cansado hacer todos los días el trayecto, saldré ganando con respecto a mi descanso emocional, y, de paso, conseguiré ver un poco más de dinero a final de mes. Y, entre otras cosas, tengo ganas de gastarlo en llevar a mi madre a comer, en compartir con ella un spa en Ronda, que tiene muy buena pinta y, bueno, lo que a ella le apetezca. TE QUIERO CON TODA MI ALMA.