A veces, todo parece ir mal. Lo
mires por donde lo mires, parece que el Universo ha complotado contra ti y todo
cuanto deseas, por nimio que supongas, aparenta ser una utopía. Ése es el camino en el que estás.
De repente, cambias solo una cosa, algo insignificante, solo un detalle y, de
pronto, como si de piezas que se ordenasen en un puzle anteriormente irresoluble
todo encaja. Y, de pronto, hasta aquello que deseabas creyendo imposible se
presenta ante ti, alcanzable de forma tan sencilla que te preguntas cómo
pudiste pensar que no podrías conseguirlo.
Ése es el nuevo camino. Un camino alternativo que ocurre tan solo
porque, en una fracción de segundo, cambiaste algo… algo que cambió el resto.
No hay un destino establecido.
Hay caminos, opciones que elegimos aún sin darnos cuenta, que hacen que nuestra
vida discurra por uno u otro sendero. Pero,
¿qué es eso tan sutil que has de cambiar para tomar el desvío hacia el camino
amable? ¿Dónde está la señal para tomar esa autovía? Estos cambios de veredas
ocurren muchas veces en nuestras vidas sin que seamos conscientes de que
nosotros mismos fuimos responsables de
virar hacia el Sol. Hablamos de “malas rachas” y “buenas rachas”, lamentando no
poder controlarlas, para así vivir eternamente en una de las segundas. Sin
embargo, fue algo que hicimos, tal vez como en un sueño, que cambió nuestra
fortuna. A veces, alguien te hace ver
que efectivamente no fue el capricho de un dios juguetón lo que determina tu
suerte. Y, entonces, tratas de hacer el sano ejercicio de retroceder mentalmente sobre tus actos y
sobre tu sentir, para intentar llegar a esa encrucijada y determinar qué fue
aquello que hiciste que tuvo como consecuencia la elección del camino correcto.
Si consigues averiguarlo, supones acertadamente que podrás volver a
reproducirlo cada vez que sea necesario…
Bien, a estas alturas, el que
siga leyendo se preguntará, para ir a lo práctico, cuál es ese bendito resorte
que hay que accionar para conseguir el cambio de vía. Lo siento, cada cual
deberá experimentarlo por sí mismo. Y,
lo siento, tampoco puedo decir que sea algo tangible que se pueda guardar como
una llave para poder usarla con tan solo sacarla del bolsillo. Probablemente
aunque lleguéis como yo a saber qué cambié, también como yo comprobaréis lo
fácil que es volver a perderse en el camino de los obstáculos. Eso sí, a fuerza
de trabajar en ello, podemos conseguir, o al menos eso es lo que yo pretendo,
no permanecer demasiado tiempo en la carretera tenebrosa.
Madrugada del domingo 24 de agosto.
No hace muchas horas que hablaba por
teléfono con un amigo lloriqueando y quejándome de todo cuanto va mal en mi
vida. Quejándome de lo poco que me ha durado el tiempo en que he sido feliz
tras mi breve regreso a las aulas.
Tan solo unos minutos después me
llama otra amiga; primero me lamento yo, después lo hace ella a cerca de sus
propios problemas. Le ofrezco que pase el día conmigo, al menos para no estar
solas con nuestras paranoias. Quedamos.
Lo cierto es que el simple hecho
de saber que esa tarde tendré compañía ya hace que me sienta mejor. Decido
calzarme mis zapatillas de deporte y salir a caminar para que el tiempo de
espera hasta recibirla se haga más corto. Y durante el trayecto, recibo la
llamada de otro amigo. Por un momento pensé: “¡Joder, todo el mes sin tener
ocasión de quedar con nadie, y ahora todos quieren quedar a la vez!”. Me quejo… es lo primero que hago
inconscientemente. Pero, algo cambié, en
vez de desechar la posibilidad de quedar con él por mi compromiso previo,
simplemente le ofrecí unirse a mi amiga y a mí esa noche. Este fue el inicio de una velada que, al
menos para mí, ha sido muy beneficiosa y estoy segura de que los tres
obtuvimos, de hecho, algo positivo además de las benditas risas.
Una cena en un lugar delicioso
junto al mar y luego, una copa muy larga acomodados en mi terraza que, a la luz
tenue de la farola de enfrente, sirvió de escenario para nuestras disertaciones
filosóficas… y, por qué no decirlo, para abrir un poco nuestros corazoncitos y
dejar que lo que a cada uno le aprieta de una u otra manera se destensase, al
menos un poquito.
“¡Qué todo fluya!”. Éste puede
ser el resumen de la filosofía de mi amigo. Lo de “no creo en el destino, creo
en los caminos”, también fue de su cosecha. Yo tan solo lo he desarrollado
según mis propias reflexiones, que conste.
Ahora me queda hablaros de lo que
para mí significa eso de “qué todo fluya”, porque, los que me conocéis sabéis
que odio el bombardeo de frasecitas del tipo “sé positivo” que rulan por
facebook pretendiendo ser la panacea de
la felicidad. Frases que, no sé a vosotros, pero a mí me crean sentimiento de
culpa por no saber, por lo visto, vivir. ¡Cómo si fuera fácil ser positivo
siempre, joder!
Pues bien, para mí esto es lo primero
que significa “que todo fluya”. Mi vida cambió este año el 10 de febrero. En el
mismo segundo que me llamaron para la primera sustitución que he hecho este
pasado curso. Todo, y digo todo, se volvió color de rosa desde ese preciso instante
y, como si de un serpentín se tratara, todos los obstáculos que me impedían ser
feliz cayeron y cada cosa que me proponía salía bien. Sabía que iba a salir
bien. Estaba siendo positiva, diréis. Sí, por supuesto, pero era fácil ser
positiva en ese momento.
Luego he vuelto al paro. Agosto
se está haciendo eterno y la incertidumbre ante lo que ocurra a partir del
próximo mes me ahoga cada día un poco más. He notado cómo dejaba de ser “positiva”
poco a poco, y entonces, todo lo que me he propuesto este mes no ha salido
bien. Diréis: claro, has dejado de ser positiva. Pues no, ¡coño!, ahí ha estado justo mi
error. Me he esforzado tanto en no querer estar mal que al final he conseguido
justo el efecto contrario. Me he fustigado a mí misma cada vez que dejaba que
mi temor tratara de invadirme y he
buscado como una desesperada ocupar mis días y mi mente para no dejar que ese
temor saliera. Cuando no ha sido posible
quedar con gente, o tener actividades, esto se ha convertido en un problema. Me
he sentido fracasada por no mantener mis temores a raya y no poder seguir
siendo “positiva”. El pasado sábado me rendí. Me reconocí a mí misma que estaba
triste y, os lo juro, disfruté de mi tristeza. Sencillamente dejé que saliera,
que me rodeara, que me abrazara. Y ya no me importó no tener un plan para el
día siguiente. Si tenía que estar triste lo estaría y punto, y viviría con
ello, porque, sencillamente, en este momento no puedo hacer nada por cambiar mi
situación. Eso no depende de mí. Lo único que ha dependido de mí en todo
momento es aceptarlo.
En esta ocasión, éste ha sido mi
cambio. En esta ocasión, éste ha sido mi “que todo fluya”. Y… ¿magia? Justo a
la mañana siguiente, como os he contado, el plan perfecto viene a mí. Sin
forzarlo.
Es curioso que con lo fácil que
es aparentemente dejarse llevar por la corriente, nos pasemos media vida
intentando nadar en contra, pensando que tal esfuerzo es el que le da valor a esa
vida. Me pregunto cuántas hermosas playas nos perdemos por no dejar que la deriva nos arribe a ellas. No, no es
fácil dejar que todo fluya, porque para eso hay que confiar en que algo que va
más allá de nuestro control es bueno.
Pero, cuando lo consigo, cuando dejo que pase, sean cuales sean las
circunstancias, a pesar de los problemas que pueden seguir sin resolverse,
entonces soy feliz.
Propósito: Intentar que ocurra
cada vez más.
Logro: Que el intervalo de días
que no lo consiga entre días que sí lo consiga sea menor.
Meta: No dejar de intentarlo.
Gracias Rocío. Gracias Francis.
Ha sido una velada maravillosa. No dejéis de abrazarme.
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